Considerado
por la crítica como uno de los cuatro novelistas estadounidenses más importantes de los últimos veinticinco
años, Philip Roth, judío-americano nacido en Newark, New Jersey (1933) y
postulado al Nobel durante varios años seguidos, en esta oportunidad ha sido
laureado con el Príncipe de Asturias de las letras.
Leer a Roth es
obligante y urgente para todo lector que desee seguir el hilo del desarrollo de
la narrativa universal de los últimos cincuenta años, porque detrás de esa
novelística va a descubrir los intrincadas señales de la cultura de nuestro
tiempo. En cuanto a Philip Roth compete, a través de sus novelas: Pastoral Americana (premio Pulitzer 2009), Operación Shylock (1996), El
lamento de Portnoy (1997), Me casé
con un comunista (2000), La mancha humana (2001), El animal moribundo (2006); disecciona
y critica el comportamiento del ser norteamericano de las últimas décadas,
desguaza el animal político-cultural y erótico, desde sus ancestros y valores
impulsados por los “Padres fundadores” para, de manera valiente, golpear donde
debe golpear y salvar, lo que es éticamente salvable de las
transformaciones que han caracterizado la historia de la vida norteamericana
hasta el momento actual.
Me limitaré en
esta reseña, a anotar algunas señales literarias— que a mi modo de ver— el
genio y la inspiración narrativa de Roth trabaja en El animal moribundo y que de manera magistral nos presenta en su
extraordinaria novela. Dos personajes centrales, el profesor universitario
David Kepeck (alter ego de Roth) un hombre seductor, inteligente y culto, de
setenta y dos años y su amante y ex-alumna, de origen cubano, Consuelo
Castillo, de treinta y dos; sirven de eje donde convergen los más sentidos e
intrincados temas de relación de pareja y de la sociedad en la cual viven. El
lugar es Nueva York y Estados Unidos. La época: de los sesenta hasta el dos mil.
Igual que en sus otras novelas—pero siempre
superándose a sí mismo— el autor conforma en su texto un retrato, una ventana,
desde la cual nos desvela su mirada sobre la identidad cultural y étnica, sobre
la creación artística, sobre los movimientos sociales que dejan al hombre de
hoy despojado de cualquier concepto seguro a seguir en la búsqueda de una explicación
válida para expresar sus vidas y sus destinos de seres cuyo final ineludible es
la muerte.
Con un estilo
directo y descarnado, fluido e incisivo, la trama de la novela trata de la
juventud, la vejez y la pulsión omnipresente de la muerte; del eros y el thanatos; de la
belleza física y de su decadencia; de los celos y del poder del hombre sobre la mujer y de la
mujer sobre el hombre; trata sobre el sexo como arma de doble filo que puede darle
coherencia a la existencia pero que también puede echar por la borda la
disciplina más férrea. Habla sobre el matrimonio como un acuerdo social
facilista y cobarde y habla sobre el enamoramiento como un abandono de la
identidad personal. La fuerza de los cambios conquistados en la década de los
sesenta por los movimientos juveniles en la sociedad estadounidense, le sirve
de marco histórico para ambientar sus personajes.
En la medida
que avanzamos en la lectura de El animal
moribundo, podemos sentir asco o admiración; aturdimiento, vergüenza o
asombro y, como cuando estamos a las puertas de algo grande: fascinación. Gracias
a la pluma despojada de retórica y de artilugios, en donde la poesía anda
escondida entre el tono realista y desconsolado de un angustiado existencial;
la desnudez y sabiduría de un escritor como Roth sigue la orden de Nietzsche de
<< escribir con sangre>>, asumiendo con valentía una realidad
trágica que a la postre nos ahoga en su verdad, las más de las veces
amarga y dolorosa.
Pero para
comprender y entender con sentido ecuánime a Philip Roth, tenemos que
transitar, para fortuna nuestra, por las obras de aquellos clásicos de la psicología
y de la literatura erótica que le dan consistencia a su discurso. Es menester
que recordemos a Freud y sus planteamientos sobre el placer y el dolor. Debemos
transitar por la narrativa del marqués de Sade y por la obra cumbre del
erotismo, me refiero a Historia del ojo,
de George Bataille; y regalarnos con las
exquisiteces de La Lolita de Vladimir
Nabokov. Quizás debamos releer algunos de los Trópicos de Henry Miller y condimentarlo con algún poema de Charles
Bukowski. Tal vez de esa manera podríamos vanagloriarnos, ahora, de que tenemos
vivo a uno de los grandes de la literatura de nuestra cultura.
José Díaz-Díaz
Crítico
literario<<joserdiazdiazblogspot.com>>
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