La inspiración
Leamos este
interesantísimo artículo del maestro Vladimir Nabokov, autor de Lolita,
sobre la Inspiración*
“El paso del
estadio disociativo al asociativo está marcado por una especie de
estremecimiento espiritual que en inglés se denomina a grosso modo inspiration. Un transeúnte silba una
tonada en el momento exacto en que observamos el reflejo de una rama en un
charco que a su vez, y simultáneamente, nos despierta el recuerdo de una mezcla
de hojas verdes y húmedas y una algarabía de pájaros en algún viejo jardín y el
viejo amigo, muerto hace tiempo, emerge súbitamente del pasado sonriendo y
cerrando su paraguas mojado. La escena solo dura un radiante segundo, y la
sucesión de impresiones e imágenes es tan vertiginosa que no podemos averiguar
las leyes exactas que rigen su reconocimiento, formación y fusión —por qué este
charco y no otro, por qué este sonido y no otro—, ni la precisión con que se
relacionan todas esas partes; es como un rompecabezas que, en un solo instante,
se ensambla en nuestro cerebro, sin que el cerebro llegue a darse cuenta de
cómo y por qué encajan las piezas; en ese momento, una sensación de magia nos
estremece, experimentamos una resurrección interior, como si reviviese un
muerto en virtud de una pócima centelleante mezclada a toda velocidad en
nuestra presencia. Esta impresión se encuentra en la base de la llamada
inspiración, ese estado tan condenable para el sentido común. Pues el sentido
común subrayará que la vida en la tierra, desde el percebe al ganso, desde la
lombriz más humilde a la mujer más bonita, surgió de un limo carbonoso coloidal
activado por fermentos, al tiempo que la tierra se iba enfriando servicialmente.
Puede que la sangre sea el mar silúrico en nuestras venas, y estamos dispuestos
a aceptar la evolución al menos como fórmula modal. Puede que los ratones del
profesor Pavlov y las ratas giratorias del doctor Griffith deleiten a las
mentes prácticas; y puede que la ameba artificial de Rhumbler llegue a ser una
mascota preciosa. Pero repito, una cosa es tratar de averiguar los vínculos y
etapas de la vida, y otra muy distinta tratar de comprender la vida y el
fenómeno de la inspiración.
El ejemplo
que he puesto —la tonada, las hojas, la lluvia— supone un tipo de emoción
relativamente simple. Es una experiencia familiar a muchas personas que no
necesariamente son escritores; otros, sin embargo, no se molestan en
observarla. En el ejemplo, la memoria desempeña un papel esencial, aunque
inconsciente, y todo depende de la perfecta fusión del pasado y el presente. La
inspiración del genio añade un tercer ingrediente: el pasado, el presente y el
futuro (nuestro libro) se unen en un fogonazo repentino; de este modo
percibimos el círculo entero del tiempo, que es otra forma de decir que el
tiempo deja de existir. Sentimos a la vez que el universo entero penetra en
nosotros y que nosotros mismos nos disolvemos en el universo que nos envuelve.
El muro de
la prisión del ego se desmorona de repente, y el no-ego irrumpe desde el
exterior para salvar al prisionero... que danza ya en el aire libre.
La lengua
rusa, aunque relativamente pobre en términos abstractos, define dos tipos de
inspiración: vostorg y vdokhnovenie,
que pueden parafrasearse como «rapto» y «recuperación». La diferencia entre una
y otra es sobre todo de intensidad; la primera es breve y apasionada, la
segunda fría y sostenida. Hasta ahora me he estado refiriendo a la pura llama
del vostorg, al rapto inicial, que no
se propone ningún objetivo consciente pero que es importantísimo a la hora de
conectar la disolución del viejo mundo con la construcción del nuevo. Cuando
llega el momento y el escritor se pone a escribir su libro, confiará en la
segunda y serena clase de inspiración, en la vdokhnovenie, compañera fiel, que ayuda a recuperar y reconstruir
el mundo.
La fuerza y
la originalidad implícitas en el primer espasmo de inspiración son directamente
proporcionales al valor del libro que el autor escribirá. En el extremo
inferior de la escala un escritor de segunda fila puede experimentar un ligero
estremecimiento al observar, digamos, la íntima conexión entre la chimenea
humeante de una fábrica, un lilo desmedrado en el patio, y un niño de cara
pálida; pero la combinación es tan simple, el triple símbolo tan evidente, el
puente entre las tres imágenes tan gastado por los pies de los peregrinos
literarios y por las carretas de las ideas estereotipadas, y el mundo que surge
de esa interrelación es tan parecido al normal y corriente, que la obra de
ficción puesta en marcha tendrá necesariamente un valor modesto. Por otro lado,
no pretendo insinuar que el impulso inicial de una gran obra sea siempre
consecuencia de algo visto, oído, olido, gustado o tocado por un artista de
pelos largos durante sus vagabundeos sin rumbo. Aunque no debe desdeñarse el
cultivo del arte de trazar en uno mismo súbitamente diseños armoniosos con
hebras muy separadas, y aunque, como en el caso de Marcel Proust, la idea
actual de una novela puede surgir de sensaciones tales como la de notar cómo se
deshace una magdalena en el paladar o de un enlosado desigual bajo nuestros
pies, sería precipitado concluir que la creación de todas las novelas ha de
tener como base una especie de experiencia física glorificada. El impulso
inicial puede revelar tantos aspectos como talentos y temperamentos existentes;
puede ser la serie acumulada de varios shocks prácticamente inconscientes o una
combinación inspirada de varias ideas abstractas sin un fondo físico definido.
Pero de una forma o de otra, el proceso puede reducirse incluso a la forma más
natural del estremecimiento creador: una imagen súbita y viva construida en un
relámpago con unidades desemejantes que son aprehendidas instantáneamente, en
una explosión estelar de la mente.
Cuando el
escritor emprende su obra de reconstrucción, la experiencia creadora le dice lo
que debe evitar en determinados momentos de ceguera que doblegan de vez en
cuando incluso a los más grandes, cuando los duendes gordos y verrugosos del
convencionalismo o los astutos trasgos llamados «llenadores de lagunas» tratan
de trepar por las patas de su escritorio. El llameante vostorg ha cumplido su misión y la fría vdokhnovenie se pone las gafas. Las páginas todavía están en blanco,
pero hay una sensación milagrosa de que todas las palabras están ahí, escritas
con tinta invisible y clamando por hacerse visibles. Si quisierais podríais
desarrollar cualquier parte del cuadro, pues la idea de secuencia no existe en
realidad por lo que se refiere al autor. La secuencia surge solo porque las
palabras han de escribirse una tras otra en páginas sucesivas, del mismo modo
que el lector debe tener tiempo para recorrer el libro, al menos la primera vez
que lo lee. Tiempo y secuencia no pueden existir en la mente del autor porque
ningún elemento temporal ni espacial había gobernado la visión inicial. Si la
mente estuviese construida con líneas opcionales y si un libro pudiera leerse
de la misma manera que la mirada abarca un cuadro, es decir, sin preocuparse de
ir laboriosa mente de izquierda a derecha y sin el absurdo de los principios y
los finales, ésta sería una forma ideal de apreciar una novela, porque así es
como el autor lo ha visto en el momento de su concepción.
De modo que
ahora está preparado para escribirla. Se encuentra completamente equipado.
Tiene la estilográfica llena, la casa está tranquila, el tabaco y las cerillas
a un lado, la noche es joven... y nosotros le dejamos en su grata ocupación,
salimos furtivamente, cerramos la puerta, y al marcharnos, echamos de la casa
al monstruo ceñudo del sentido común que subía pesadamente a gimotear que el
libro no es para el público en general, que el libro nunca nunca se... Y
entonces, antes de que ese falso sentido común profiera la palabra v, e, n, d,
e, r, á, tendremos que pegarle un tiro”.
*Vladimir
Nabokov: El arte de la literatura y el
sentido común. Traducción de Francisco Torres Oliver.
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