El
cerebro: protagonista en la vida de un escritor
Por:
Elizabeth Hernández Apráez
(Por su
gran interés, les comparto este artículo publicado en la revista digital FARO
LITERARIO)
La
literatura es hija del cerebro. En este misterioso órgano, de consistencia
gelatinosa, blando como el paté, que pesa menos de dos kilos, que se halla
enroscado y oculto bajo los huesos del cráneo, se encuentra todo lo que un
escritor necesita para escribir: las palabras, las emociones, la creatividad,
la imaginación, las historias y la memoria. A través de esta masa encefálica,
del tamaño de una coliflor, con forma de nuez y llena de neuronas, el autor
describe el mundo que le rodea.
“El arte
nace en el cerebro, y no en el corazón”, decía Honoré de Balzac. Y el escritor
francés tenía razón. Precisamente, entre los siglos XVIII y XIX, cuando Balzac
vivió, el cerebro ya empezaba a ser protagonista del cuerpo humano. Antes no.
Aunque al parecer despertaba gran curiosidad en la humanidad. Los hombres del
período neolítico, por ejemplo, practicaban la trepanación, técnica quirúrgica
que consistía en agujerar el cráneo y que se realizaba en aquella época por
razones místicas, pero también para dar alivio a algunas enfermedades. Los
griegos no fueron conscientes de que el cerebro era el órgano de la mente.
Aristóteles tenía una mala corazonada, creía que el corazón era la sede de los
sentimientos y pensamientos, incluso llegó a afirmar que el cerebro era simplemente
el refrigerador de la sangre y que no realizaba ninguna función superior.
En el
siglo II, después de Cristo, el médico Galeno de Pérgamo hizo vivisecciones con
animales, pero no logró saber con certeza si la mente estaba en el cerebro o en
el corazón. En tiempos de Andrés Vesalio, se disecaban cadáveres humanos para
estudiarlos. Era el siglo XVI y el gran mérito de este sesudo médico belga fue
publicar una importante obra de la historia de la medicina: La fábrica
del cuerpo humano. En este libro apareció una de las primeras anatomías del
cerebro.
La lista
de científicos que después fueron descifrando algunos de los misterios del
cerebro es larga. La ciencia se encargó de darle a este enigmático órgano su
lugar. Gracias a ellos, hoy se sabe con certeza que un buen escritor debe
escribir con el cerebro y no con el corazón. Realmente el corazón no tiene nada
que ver con el ejercicio literario.
AMANTES
DE LAS PALABRAS
Los
escritores son los eternos amantes de las palabras. El cerebro es el celestino
de este romance entre los narradores y el lenguaje. Desde la primera, hasta la
última letra de un libro viene de la cabeza del autor, más exactamente de dos
regiones llamadas Broca y Wernicke.
La región
de Broca fue descubierta en 1860 por Paul Broca, un librepensador francés cuya
vida bien podría ser contada en una novela. Cirujano, neurólogo y antropólogo,
Broca fue un niño genio, estudió al mismo tiempo literatura, matemáticas y
física, logrando graduarse en las tres disciplinas. A los veinte años ya era
médico y cuando tenía treinta y seis realizó su mayor hallazgo: descubrió el
área del lenguaje y lo hizo a través de un paciente llamadoMonsieur Leborgne,
conocido como Tan, porque sólo era capaz de articular una sílaba: Tan. El
famoso Tan era un artesano francés que había perdido el habla tras un ataque de
epilepsia. Todos pensaban que era un enfermo mental, sin embargo, le gustaba
leer periódicos y jugar ajedrez. Después de que murió y tras una minuciosa
autopsia de su cerebro, el doctor Paul Broca descubrió que Tan tenía una grave
lesión en el hemisferio izquierdo y concluyó que esa parte era la encargada de
controlar el lenguaje.
La región
de Wernicke fue descubierta por el neurólogo y psiquiatra alemán Karl Wernicke
en 1874, cuando se dio cuenta de que los individuos que se lesionaban la
corteza cerebral, detrás de la corteza auditiva, podían hablar, pero no
entendían el significado de lo que decían, o pronunciaban frases incongruentes.
“Esta zona es importante para la comprensión del lenguaje, para que eso que
estamos leyendo tenga sentido, lo comprendamos. Si se lesiona esta área se
presenta algo que se llama afasia de Wernicke, entonces las personas dejan de
comprender tanto lo que oyen como lo que leen. Hablan fluidamente, pero en
realidad no dicen nada coherente, es una mezcla de palabras que no están
coordinadas adecuadamente”, explica Betty Gómez, doctora en psicología por la
UNAM e investigadora del área de Neurociencias de la UAM Iztapalapa.
Cuando
una persona lee o escribe, las regiones de Broca y Wernicke se activan. Las dos
zonas están conectadas por un cableado interno que lleva por nombre fascículo
arqueado “Si el escritor quiere escribir una palabra primero debe pasar por
Wernicke para saber lo que va a decir, una vez lo entiende, se conecta al área
de Broca y allí se encuentran los programas para elaborar la palabra que se va
a expresar, eso ocurre en menos de un segundo”, dice Ángel Rojas, doctor en
biología experimental de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad
Iztapalapa. En otras palabras: el área de Broca produce el lenguaje y el área
de Wernicke se encarga de comprenderlo.
Y eso no
es todo, ningún dedo de la mano de un escritor se mueve sin que el cerebro lo
ordene. La corteza motora primaria, ubicada en el lóbulo frontal controla el movimiento
de las manos. Todos los individuos tienen la capacidad de escribir, pero los
escritores pueden incrementar dicha habilidad debido a que usan más esta parte
del cerebro. A esto se le conoce como plasticidad. Lugar del cerebro que no se
usa, se atrofia, como cualquier músculo del cuerpo. “De hecho nuestro cerebro
es como si lo hiciéramos a mano, lo construimos día a día, cada quien tiene su
propio cerebro, que si bien posee principios de funcionamientos básicos
aplicables a los humanos y a todos los otros mamíferos, tiene sus
peculiaridades”, agrega Gómez.
A veces
da la impresión de que el cerebro es como un mundo, con su propia geografía, en
donde hay regiones y hemisferios. Muchas zonas son completamente vírgenes, no
se han explorado. Si bien Broca y Wernicke son regiones que ayudan a comprender
la palabra hablada y la palabra escrita, es posible que existan otras áreas
implicadas en estas labores. “El cerebro no se comporta como un archivero”,
aclara el doctor Ángel Rojas, “no hay un cajón especial para la memoria, otro
para el lenguaje y uno más para la imaginación, sino que es un todo; aunque hay
regiones que se especializan en ciertas actividades, requiere de todo para
poder expresarse”.
En este
mundo llamado Cerebro, los escritores tienen su propio país: el de las
palabras. Bien lo dijo el español Juan Marsé: “La verdadera patria de los
escritores, es el lenguaje”.
LA CUNA
DE LA CREATIVIDAD Y LA MEMORIA
La
creatividad es una etiqueta que identifica a los escritores. Los juegos
temporales de Joyce, las imágenes alucinantes de Rimbaud, los heterónimos de
Pessoa, fueron creados en las mentes de estos escritores. ¿En dónde radica la
creatividad?, es la pregunta que todo lector se hace cuando tiene ante sus ojos
una historia atrapante.
La
respuesta la tiene la doctora Betty Gómez. Según ella, el hemisferio derecho es
clásicamente considerado el centro de la creatividad, pues por medio de este
pequeño sitio no sólo se tiene la capacidad de apreciar las bellas artes, sino
que además, en él se puede desarrollar alguna de estas disciplinas. “No es todo
el hemisferio, hay cierta especialización cerebral, pero no se ha llegado al
grado de decir ésta es la partecita del cerebro que controla la creatividad. Se
ha asociado el funcionamiento de una región que se llama lóbulo frontal con el
aumento en la creatividad”, señala Betty Gómez.
Pero,
¿cómo salió a la luz esta creativa área? Contrario de lo que se puede pensar,
no fue examinando los cerebros de escritores, pintores o músicos, como se la
dio a conocer, sino investigando a personas comunes y corrientes que en algún
momento de su vida presentaron degeneración del lóbulo frontal y de repente
empezaron a pintar o a escribir, eran altamente creativos por los cambios
plásticos que estaban ocurriendo dentro esta zona. “Por eso sabemos que el
lóbulo frontal es una de las regiones más importantes para que uno sea
creativo. Pero también el lóbulo frontal izquierdo tiene que ver con la
capacidad creadora; tanto la corteza prefrontal izquierda como la derecha
participan simultáneamente en la generación de lo que llamamos creatividad”,
agrega Betty Gómez.
Y si la
creatividad es una etiqueta que identifica a los escritores, la memoria es su
materia prima. Ella sí que sabe meterse en la cabeza de un inventor de
historias. El escritor guarda información en esa cajita llamada cerebro y la
recupera cuando quiere o la necesita. Evoca acontecimientos, ideas, imágenes,
emociones, olores…, todo gracias a la memoria. Cada vez que recrea experiencias
pasadas, se activan las neuronas que participaron en la experiencia original.
Shakespeare, no tenía ni pizca de científico, pero decía que la memoria era “la
centinela del cerebro”. Algo de verdad había en la definición del dramaturgo
inglés, pues la memoria es una función cerebral que está diseminada por todo el
cerebro.
Dentro
del cerebro del narrador, la memoria es ama y señora. Anda campante por todo el
territorio cerebral, en especial por el hipocampo, el lóbulo frontal, el lóbulo
temporal, el lóbulo parietal, el tálamo, el núcleo caudado, el cuerpo mamilar,
la amígdala, el cerebelo, el putamen… lugares con nombres poco literarios, pero
en donde ocurren sucesos memorables: desde la transformación de los
acontecimientos a recuerdos hasta el aprendizaje de un nombre o un número de
clave; almacena detalles autobiográficos, guarda las habilidades aprendidas
(como manejar con destreza las teclas de la computadora), protege del olvido y
de la pérdida de la realidad, mantiene la atención en algo fijo impidiendo la
distracción, atesora emociones.
Muchos
son los lugares por donde se pasea la memoria, pero el hipocampo parece ser su
residencia más importante. Esta zona del cerebro, que tiene forma de caballito
de mar, se relacionó con la memoria a partir del caso de un hombre conocido
como H.M., quien se quedó sin la posibilidad de formar nuevos recuerdos. La
historia de H.M. ya inspiró a un literato inglés a escribir una novela. Cómo no
hacerlo, si este individuo, cuando tenía nueve años sufrió una caída de su
bicicleta. El accidente le causó un traumatismo craneal, que le hizo perder la
conciencia durante cinco minutos. A consecuencia del golpe, desde los 10 años
padeció epilepsia severa. Al cumplir los veintisiete años de edad, el 23 de
Agosto de 1953, fue intervenido quirúrgicamente para reducirle los episodios
epilépticos.
El joven
H.M. fue sometido a una escisión bilateral de ambas regiones temporales
mediales, que incluían la corteza cerebral, la amígdala y los dos tercios
anteriores del hipocampo, que lo liberaron de los síntomas epilépticos. Sin
embargo, el paciente H.M. se convirtió en profundamente amnésico, no pudiendo
nunca más almacenar nueva información semántica en su cerebro. Recordaba con
certeza hasta los dieciséis años, pero los otros once años (de los dieciséis a
los veintisiete) eran una nebulosa y nunca pudo remembrarlos nítidamente. No
podía memorizar a nadie que hubiera conocido después de la operación, ni las
caras ni los nombres.
Después
de estudiar durante 40 años el caso de H.M., los científicos lograron
establecer que el hipocampo, era importante para almacenar la memoria, pero no
era decisivo para todas las clases de memoria: había una primera diferencia
entre memoria de corto y largo plazo (el hipocampo es importante para
transferir la memoria de corto plazo a largo plazo).
A su
muerte en el año 2008, se supo por fin el nombre de H.M. Se llamaba Henry
Molaison, y no sólo fue el caso más estudiado sobre la memoria, sino que motivó
al escritor británico Steven J. Watson a escribir la novela tituladaAntes de
irme a dormir, que narra la historia de una mujer que se despierta cada
mañana sin saber dónde está y por qué se encuentra ahí.
Una de
las grandes obras maestras de la literatura construida con ayuda de la memoria
es En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. En esta obra, el
autor francés hace una metáfora de la memoria con una galleta Madeleine de
vainilla que remoja en una taza de té. El olor y el sabor de la galleta lo
trasladan a su infancia en la casa de su tía Leona, de fachada gris, adornada
con un jardín, al pueblo, a la iglesia; todo se llena de vida en el bizcocho
empapado en té. “Cuando nada más subsiste el pasado, después de que la gente ha
muerto, después de que las cosas se han roto y desparramado, el perfume y el
sabor de las cosas permanecen en equilibrio mucho tiempo como almas… que
resisten tenazmente, en pequeñas y casi impalpables gotas de su esencia, el
inmenso edificio de la memoria”, escribió Proust en alguna de las páginas de su
novela.
Lo más
sorprendente es que Marcel Proust, sin ser científico, en su quehacer literario
descubrió la que él llamó la “memoria involuntaria”, es decir, esa memoria que
devuelve al pasado al individuo sin que éste lo quiera. Ella permite que
afloren los recuerdos que se creían olvidados y que aparecen repentinamente por
medio de un aroma, un sabor, una imagen, un sonido o sensaciones táctiles. La
memoria involuntaria está presente en toda la obra de Proust, por eso, es fácil
encontrar en las páginas de su libro, al pasado y al presente chocando, y a
veces siendo uno solo.
La
memoria involuntaria de Proust no ha sido estudiada por la ciencia, pero le
funcionó al escritor francés para escribir durante catorce años En
busca del tiempo perdido, una obra dividida en siete partes. Por lo
visto, algo de ciencia debe tener el acto de escribir usando como herramienta
fundamental los recuerdos.
HAY
EMOCIONES, HAY NOVELA
La
melancolía ronda por las páginas de El gran Gatsby, el miedo acecha
en las narraciones de Edgar Allan Poe, la desolación cubre a los personajes
de Pedro Páramo, la pasión inunda el alma de Humbert Humbert en la
novelaLolita. Las emociones son la sal y la pimienta de la literatura al
igual que de la vida real. Son las responsables de la personalidad de los seres
humanos, sin ellas, las personas serían monótonas e insípidas.Y aunque
científicamente son difíciles de definir, su nombre viene del latín emotio, que
significa agitar.
Para F.
Scott Fitzgerald, el autor de El gran Gatsby, la escritura, se
compone principalmente de una necesidad emocional de expresión. “El escritor se
convierte en una especie de guerrero o soldado al servicio de sus propias
emociones”, decía, refiriéndose a esa urgencia que tienen los narradores de
manifestar todos los sentimientos que guardan dentro.
Y es así,
las emociones están resguardadas dentro de los escritores. Viven en el cerebro,
para ser más precisos en el sistema límbico. La doctora Betty Gómez describe
este lugar como un circuito muy primitivo, que se halla en organismos tan
sencillos como lagartijas, peces, hasta en mamíferos superiores como el primate
humano. “El sistema límbico se encarga no sólo de hacernos notar que tenemos la
experiencia de la emoción, sino que al mismo tiempo se genera reacciones
viscerales, características de esa emoción en particular. Por ejemplo, cuando
vemos sufrir a otro, o leemos en el periódico noticias desagradables de lejanas
partes del mundo o si se lee en una novela un suceso triste, nosotros
experimentamos las emociones que están plasmadas allí, y quien la escribió
tiene que haber experimentado la emoción para saber cómo describirla
adecuadamente. Esta es una experiencia muy personal”, dice la experta de la UAM
Iztapalapa.
De allí
que es acertado decir que los escritores se meten en la piel de los personajes.
Esta capacidad, según la doctora Gómez, se debe a un sistema cerebral
denominado neuronas espejo, las cuales “sirven para saber qué le está pasando
al otro, experimentar eso que siente el otro, ponerse en los zapatos de los
demás. Esto se describió no sólo en humanos, sino también en primates no
humanos. Es un experimento muy bonito, pues el primate no humano se daba cuenta
de lo que estaba experimentando el otro y era a través de actos tan sencillos
como la comida; ese otro está comiendo, yo debería estar comiendo también. A
los humanos nos pasa igual, es decir, desde muy pequeño, si un niño llora,
contagia el llanto a los tres niños que están al lado. Tenemos esta empatía y
ocurre por las neuronas espejo, que han ido evolucionando a lo largo de los
mamíferos y alcanza, o al menos eso creemos nosotros, su máxima expresión en
nosotros los humanos. Cuando no funciona este sistema de empatía, normalmente
las personas tienen autismo, u otra enfermedad neurológica”.
Sobre la
inspiración, no se conoce ningún mecanismo cerebral que la genere. Las musas,
si es que existen, se encuentran afuera. Aunque la doctora Gómez habla de un
extraño fenómeno que experimentan ciertas personas que se dedican a las bellas
artes. Se llama sinestesia. Cabe aclarar que en literatura también hay una
figura retórica que lleva este nombre. Pero en neurobiología, la sinestesia es
una facultad que tienen algunas personas para experimentar sensaciones de una
modalidad sensorial particular a partir de estímulos de otra modalidad
distinta. Los sinestésicos sufren una especie de corto circuito en la
experiencia sensorial. Ellos pueden oír colores, ver sonidos, percibir
sensaciones gustativas al tocar un objeto, ver colores cuando escuchan música, o
sentir el sabor de las palabras.
Se sabe
que el escritor ruso Vladimir Nabokov experimentó la sinestesia de audición
coloreada, era capaz de ver los colores al escuchar los nombres de las letras.
La F, la P y la T, eran para él verdes; la H, de tono rojizo anaranjado; la L,
del color de la leche en un tazón de cereales. Él mismo relató este fenómeno en
su autobiografía que tituló Habla memoria. Así describió las
tonalidades de las letras: “La A larga del alfabeto inglés tiene para mí el
color de la madera a la intemperie, mientras que la A francesa evoca una
lustrosa superficie de ébano. Los diptongos no tienen colores propios… En el
grupo verde están la F, hoja de aliso; la P, manzana sin madurar; y la T, color
pistacho. Para la W no tengo mejor fórmula que el verde apagado, parcialmente
combinado con el violeta”.
Ahora es
más fácil comprender por qué Nabokov escribió el inició de su novela Lolita de
una manera tan colorida, en donde la L de Lolita es del tono blanco de la leche
mezclada con cereal: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado
mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos
desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los
dientes. Lo. Li. Ta.”
Los
poetas Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud también fueron sinestésicos. Este
último lo reflejó poéticamente en el Soneto de las vocales: “A
negro, E blanco, L rojo, U verde, O azul; / algún día descifraré vuestros
nacientes orígenes”.
PERSONAJE
LITERARIO
El
cerebro es el protagonista en la vida de un escritor. Será por eso, que algunos
narradores se han animado a convertir este órgano en personaje de novela.
Oliver Sacks es uno de ellos. Este neurocientífico escribe sobre patologías del
cerebro. Uno de sus libros más conocidos esEl hombre que confundió a su
mujer con un sombrero, en donde cuenta la vida de un músico que padece de
agnosia visual, una enfermedad que no le permite identificar caras, sólo ve
ojos, nariz, boca, pero no puede saber a qué rostro le pertenecen. Para
reconocer a su mujer, le compra un sombrero.
En Viaje
alucinante, Isaac Asimov, cuenta la historia de un científico soviético que
en plena Guerra Fría intenta desertar a Estados Unidas, pero es atacado,
quedando en coma. Para salvarlo, sus colegas estadounidenses aplican la técnica
de la miniaturización. Cuatro hombres son reducidos al tamaño de una bacteria y
son inoculados en el sistema circulatorio del científico, la idea es que
lleguen al cerebro para destruir la trombosis que está a punto de causarle la
muerte.
Hay más
novelas que hablan directa o indirectamente del cerebro. Pero si el cerebro
fuera personaje de novela, ¿cómo aparecería? ¿Sería héroe? ¿Antihéroe?
¿Narrador omnisciente? ¿Quiénes serían sus antagonistas?
La
doctora Betty se queda pensativa. Cree que sería un personaje encantador. A
ella le parece increíble que exista un órgano tan completo, que sea capaz de
definir la esencia del ser humano. Fisiológicamente tendría más grasa que agua,
pesaría casi kilo y medio, gobernaría el cuerpo, contaría con más de 86 mil
millones de neuronas conectadas entre sí, consumiría mucha energía, se
alimentaría de carbohidratos, proteínas y aminoácidos. Después de meditarlo
algunos segundos, los ojos de la doctora Betty brillan como si hubiera
encontrado la mejor respuesta. Será porque de alguna parte de su cabeza le
llegan estas palabras que dice sin titubear: “El cerebro sería el personaje más
bello”.