El
dromedario*
José Díaz-Díaz
“Convierte tu muro en un peldaño”
Rainer María Rilke
Se sentía realmente cansado de andar
escondiéndose y su agotado cuerpo ya no daba para más. Por esto, frente a la
primera choza abandonada que encontró mientras huía, sus piernas se doblegaron
como chamizos inermes. Empujó la puerta, de una sola hoja, semidestruida y sin
ningún tipo de cerradura ni candado y esta cedió sin ningún esfuerzo chirriando
con un gemido de madera podrida. De bruces fue a parar al fondo del desolado bohío construido con débiles paredes
de bahareque y sobre un piso de tierra empolvada olorosa a excreciones de chivo
viejo y a orín de animales de monte. Solo unos enclenques rayos de luz que
penetraban perpendiculares al postigo de un remedo de ventanuca a medio abrir,
iluminaban con una luz mortecina la sombra derrumbada del inesperado huésped
tumbado casi encima de unas boñigas de caballo todavía frescas.
<<Hasta aquí
llegué>>. Se le oyó balbucir, en un suspiro alargado y triste.
Al mismo tiempo un fuego
maligno se desataba en los alrededores justo al morir el día. Tal vez debido a
la desmedida resequedad de la montaña
las llamas se extendieron a velocidad inaudita entre los yermos pajonales y los
áridos yerbajales. Sobre la tierra baldía trepidaba la furia del fuego
depurador y apenas una garúa finita
sosegaba el movimiento de la exigua vegetación humillada por las ráfagas de
viento frío que aullaban como manada de lobos en vigilia.
El
espurio cayó rendido y dormitó en cuestión de segundos. Su agitada respiración acompañada de armoniosos
ronquidos, conjuraba el sibilino aquelarre de esa noche caliginosa. Llevaba, en
efecto, cuatro largas jornadas en desvelo
y su sueño era profundo. Cuatro noches con sus días huyendo de esa
pérfida aldea y de sus pobladores
desalmados que como criados biliosos lo rechazaban y lo apedreaban por el
simple hecho de no parecerse a ellos. Se
cebaban hasta el hartazgo burlándose de sus imperfecciones y creyéndose, hasta
el engaño, superiores a él. Nunca antes— hasta donde podía recordar— se había
sentido tan frágil y vulnerable. Nunca
antes había sentido esa sensación de honda impotencia que encumbraba su pena hasta
umbrales obscenos más allá de toda perversa adversidad. Jamás se había
percibido, hasta entonces, como un engendro que con su presencia deforme y su
figura desastrada, ultrajaba y corrompía la realidad. La única fuerza que lo
animaba a huir era el terror de estar vivo.
Y, ahora el fuego. ¿Era acaso el comienzo del
juicio final, como muchas veces había oído profetizar a los oráculos del
desastre y a los ociosos que la pasaban inventando teorías conspiratorias? Él
no tenía la culpa de haber nacido con esa joroba sobre la espalda al estilo de
los dromedarios africanos, ni podía responder por el hecho de lucir una piel
cubierta de sedoso vello cual exótica llama peruana. El hecho de que su madre hubiera sido—según conjeturaban las
malas lenguas— el producto de un entrecruce prohibido entre dos hermanos (su
tío Cayo y su tía Lucinda), tampoco era materia de su incumbencia.
Si su
padre había sido encontrado practicando actos de zoofilia con los animales
domésticos del vecindario, o como aquella vez que fue pillado jugando en un
lodazal con dos gigantescas cerdas albinas y sentenciado por todo esto al
destierro, tampoco ese era su problema.
"Allá
él" Musitó entre dientes, visiblemente consternado.
Mientras
cavilaba toda clase de pensamientos sombríos que agitaban su alma en el
profundo abismo de sus sueños, el fuego llegó a la covacha donde se guarecía.
El calor insoportable lo logró despertar y de inmediato, legañoso y sonámbulo
puso pies en polvorosa. Sus ojos agrandados veían cómo los cuerpos de los
árboles iban creciendo con la noche; las ráfagas de viento frío habían mermado
y, solo la leve llovizna que persistía milagrosamente mitigaba su letargo. Tan
asustado estaba el bastardo que parecía estar escapando del mismísimo averno,
pero contradiciendo todo vaticinio, logró salvarse.
Un
kilómetro adelante aflojó el paso, comenzó a calmarse, el pánico lo fue abandonando
y la criatura aprovechó el momento de sosiego para sacudir de su cuerpo los
vellos chamuscados de su núbil rostro,
de sus brazos alargados y de sus cortas
piernas. En sus ojillos de niño maravillado se entrevió brillosa, una chispa,
un atisbo apenas, de inusual de alegría. En la retina de sus ojos reposaban
todavía restos de su infancia dormida.
"Menos mal que todo fue un
susto", se dijo, mientras continuaba su huida contra la apretada lluvia
y a través de la alta montaña caminando reflexivo con la mirada pegada al piso,
a las piedras del camino, con los pies desnudos y mugrientos, lento y maleable
cual monje eremita en recatada pose de meditación sobre el origen de su
supuesta culpa.
A la
distancia todavía el negro páramo calcinado conserva vestigios del azote del
fuego purificador en su salvaje majestad, cuyas lengüetas nunca alcanzaron a
menguar el semblante inerme y a la vez huraño del dromedario, quien hurgando
entre atajos y piélagos insalvables, persiste todavía en toparse, algún día, con
el paraíso que le fuera escamoteado en alguna orilla de sus sueños.
* Este cuento hace parte del libro de relatos:LOS AUSENTES. Se puede ordenar en Amazon.com
2 comentarios:
Extrano, exotico y hermoso.
Extrano, exotico y hermoso cuento,
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