Lecturas de vigilia y
desasosiego.
Tras el tema de La casa de Las
bellas durmientes de Yasunari
Kawabata
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tropical
LOS TRES
(Cuento)
Por José
Díaz- Díaz
Uno de los tres estaba
confuso en sus sentimientos. David Martínez
amaba a su mujer, pero la pulsión de sus instintos buscaba afanosa la
presencia de Melody. Ella era feliz y solo algunas veces le inquietaba la ambigüedad
de emociones que sentía respecto del esposo de su tía. Para ser sinceros, más
de una vez, cuando abrazaba a David por cualquier motivo— ya fuera un saludo,
una despedida— lo que palpitaba junto a su cuerpo no era el calor afectuoso de
su «pariente», sino las ansias inocultables del hombre que azogado, la irrigaba
de un cosquilleo perturbador.
En cuanto a Carline,
francamente ella no sabía qué pensar cuando veía a su marido tan apegado a su
sobrina, gozando cualquier juego simplón
que se les ocurriera en algún momento del día o de la noche. Total, se sentía
seducida por su esposo y también amada a través de su sobrina; y si esto último era necesario
aceptarlo para retenerlo, pues bueno, había que admitirlo. Además, para qué
oponerse. Desde la muerte de su primer
esposo, acaecida en ese nefasto octubre del dos mil uno, los dos, su marido
David Martínez y su sobrina Melody Ramírez,
constituían el único asidero y
sentido de su vida.
“¿Hasta cuándo durará
esto?”. Se preguntaba David, mientras el corazón se le salía del pecho y su
respiración agitada contrastaba con la placidez angelical de Melody quien
tomada de su mano, entraba en un sueño seguro y prolongado. Sentado en el borde
de la cama de la bella durmiente, esperaba con impaciencia y turbado temblor
que se durmiera para luego retirarse en
silencio a la habitación contigua donde
Carline lo esperaba, tal vez dormida o tal vez despierta— ¿quién sabe?— para
conciliar el sueño uno junto al otro como cualquier pareja matrimonial. Esa era la ceremonia o
ritual (como quiera llamársele) que imponía la inocente Melody todas las
noches, con la complacencia de David y el consentimiento de su tía. Era la
solución que la joven había encontrado para poder dormir y así contrarrestar el
ataque de pánico que le entraba a la hora de irse a la cama. Ya llevaban casi dos años en ese ceremonial y
los ataques de miedo y persecución no aflojaban para nada.
Melody era melómana. Por lo
regular, las mañanas amanecían anegadas de música en la estancia de Pembroke
Pines, como aquel domingo cuando la joven despertó muy pensativa reflexionando
sobre sus cosas, después de que una pesadilla la hiciera saltar de la cama con
un desasosiego inusual. El débil
sonido de la música de piano que
provenía del equipo de sonido instalado a la entrada del enorme salón
dividido por columnatas en dos módulos, inundaba los rincones más apartados de
la casa e invadía saltarina el largo recinto derecho donde se encontraba instalada una mesa de
billar y una pantalla de tele gigante. Le seguían dos sofás de piel color sepia, enormes y
cómodos aguardando a que alguien los calentara. A la derecha de
los sofás, se podía ver una biblioteca color caoba repleta de libros. En el
lomo de uno de ellos se leía: El nombre
de la rosa. Umberto Eco; y en el siguiente: El juego de los abalorios. Hermann Hesse, (solo un libraco rompía
el impoluto orden de los anaqueles porque reposaba acostado sobre el segundo
nivel, era de tapa verde y lomo negro; una pintoresca Geisha ilustraba la parte inferior de la portada). Las ondas
musicales serpenteaban en el comedor
vacío de cuatro puestos dispuesto al final del módulo, hacían un giro a la
izquierda y se mezclaba con el tenue olor a café recién colado que despedía la moderna instalación de
la cocina ubicada en la otra ala del
mismo salón, y continuaban su periplo hasta el final a la derecha. Allí se
bifurcaban entre los dos dormitorios —el
de la pareja y el de la joven— y morían a los pies de las camas vestidas con
edredones de color naranja.
“Soy virgen y ya casi
cumplo los dieciocho años. ¿Qué pasará conmigo?” Monologaba Melody. Mis
compañeras de último año de la secundaria a veces se burlan de mí porque dicen
que ya tengo edad para salir con muchachos. Ellas pasan mucho tiempo hablando
de esas cosas y quizás por eso es que
no se concentran en las matemáticas y les va mal en los exámenes. Ahí es cuando
entro yo a desquitarme y a burlarme de ellas. Me dicen entonces que soy una nerd. ¡Y qué! Ellas son unas tontuelas
que solo quieren estar flirteando con los chicos, quienes tampoco tienen mucho
cerebro que digamos. Como esa vez que la tal María Ángela quiso dárselas de bufona
preguntando ante un corrillito de estudiantes que cuál de ellos sería capaz de
desflorarme. ¡Vaya estúpida! Se ganó su buena bofetada porque conmigo nadie se
sobrepasa. Seré muy tranquila y todo lo que quieran, pero no permito que nadie
me ofenda. El sexo no me interesa en absoluto ni me hace falta para nada. “Ya
te llegará tu momento de despertar” me dice mi tía. Lo que ella no sabe es que
me siento más «despierta» que todos los demás.
No quiero recordar aquella
tarde de mayo de hace ocho años, cuando,
de regreso del colegio, encontré la casa llena de gente extraña y a mi tía
Carline, quien vivía en la misma cuadra, dando respuestas y haciendo preguntas,
como enloquecida, por aquí y por allá. Ella, acompañada de una mujer de rostro
severo, de quien supe más tarde que era funcionaria del departamento de Niños y
Familias; me llevaron a mi habitación. Mi ti me abrazó una y otra vez y entre
suspiros y en un tono de voz muy tenue
me anunció lo que fue el derrumbamiento de mi vida: “Tus padres murieron
esta mañana en un fatal accidente de tránsito”.
— ¿Cómo? ¿Qué? ¡No puede ser! tía Carline,
repítemelo otra vez.
—Sí, mi amor.
Lamentablemente es la verdad. Es ¡terrible, terrible! pero es la verdad—.
Repitió entre lágrimas.
—Y… ¿Cómo fue eso? ¿En qué
momento?—. Seguí preguntando como una desquiciada.
Mi tía me seguía contando detalles de la
tragedia que yo no podía ni aceptar ni entender. No podía creerlo. Grité y
grité hasta que el eco de mis propios alaridos crearon en mi alma desfallecida
un túnel por donde, como en un tobogán, me deslicé hasta verme niñita—como de seis años— frágil
,inerme en el fondo de un pozo de aguas salitrosas.
No sé si me desmayé, o
parecía que me desmayaba, la verdad es que todo lo veía borroso. No cabía en mi
mente que a mí, justo a mí, me pudiera pasar esto. Un dolor agudo me oprimía el
pecho. Lloré hasta la fatiga y creo que agoté de una vez por todas el cántaro
de lágrimas que a cada quien le es asignado de por vida. Ahora soy huérfana y
hace apenas unas horas era una niña normal con sus padres vivos como todo el
mundo.
La primera semana dormí
malísimo y eso que mi tía accedió a dejarme dormir en su cama. Yo me encerraba
en sus brazos como una madeja de hojas secas tiritando y suspirando toda la
noche. Las dos semanas siguientes no asistí al colegio. Mi tía es un angelito
del cielo conmigo. Aceptó que Manuel, su primer esposo, durmiera en el sofá de
la sala por varias semanas mientras yo estaba convaleciendo de esa triste condición. Desde entonces se
acunaron mis miedos que todavía persisten en quedarse. No quiero recordar
aquella tarde de mayo.
“¿Hasta cuándo durara
esto?”. Se repregunta de manera enigmática David mientras esta noche, una vez
más, sentado al borde de la cama de Melody tomando con su mano derecha
temblorosa, la mano derecha de ella quien yace semidormida boca arriba; los
párpados ocultando su dulce mirada de mar azul-verdoso, apenas bosqueja una
angelical sonrisa de satisfacción. La temperatura es perfecta. Un tibio calor
invade la estancia. La luz lunar se filtra
a través del grande ventanal adornado con un velo violáceo dentro de un
cortinaje de marco carmesí y permite a David contemplar ensimismado la ovalada
forma simétrica del rostro blanco de su amada. Una amplia frente y unas
delgadas cejas, una nariz corta de hoyuelos angostos y los labios semiabiertos
rojos y carnosos delinean su boca que él quisiera besar castamente mil veces,
pero que una fuerza tiránica interior se lo prohíbe. Su liso y delgado cabello
marrón oscuro que le llega hasta los hombros enmarca el entorno oblongo de su
fino cuello de gacela. Todo es armonía en el rostro de Melody. Ella sabe que
aún dormida puede confiar en él. Apenas si se oye su calma respiración. Su
cuerpo vestido con un pijama semitransparente y cubierto apenas por una delgada
sábana azulosa deja ver sus hermosas formas de mujer desarrollada. El edredón
color naranja reposa abandonado a los pies de la cama. Sus senos medianos y
redondos se insinúan bajo la luz lunar; la forma de su vientre, sus caderas,
sus formidables y largas piernas están al alcance de sus ojos regocijados y de
sus manos temblorosas. Su olor natural (que él lo percibe como un hálito
embriagador) penetra las fosas nasales de David y se expande hasta el
fondo de sus pulmones. “¡Dios mío,
ayúdame a resistir!”. Implora desde lo más profundo de su voluntad puesta a
prueba.
“Yo estoy aquí para
cuidarla, solo para eso”, se dice. La concupiscencia del deseo no pasará sobre
el goce estético. Han transcurrido unos treinta minutos y sus manos no se
desprenden. Pero ella ya parece entrar en un sueño estable y jamás sabrá que él
pasó tanto tiempo dedicado a contemplarla. De seguro que Carline lo espera
mirando la tele con el volumen muy bajo. Él, se relaja poco a poco de la
intensa emoción producida por la larga expectación. Suelta la mano caliente de
su amada Melody, la coloca sobre el
regazo de la doncella, le da un beso en la frente, se levanta y
sin hacer ruido, caminando en la punta de los pies se dirige a su dormitorio. Carline le
pregunta si ya se durmió su niña y él asiente con la cabeza. “Menos mal, ya me
estaba quedando dormida. Hasta mañana, corazón”. De inmediato da la vuelta y
comienza a entrar en un sueño profundo. David toma el control remoto y apaga la
tele. Se acomoda en su lecho matrimonial, respira hondo buscándola en sueños—
arañando sus fantasías con las uñas encrispadas— mientras se pregunta: “¿Hasta
cuándo durará esto?”.
Carline es optómetra de
profesión y trabaja veinte horas a la
semana (medio tiempo) en una óptica situada a escasas tres cuadras de su casa,
en el Mall de Pembroke Pines y la 114
avenida, dentro del mismo vecindario donde siempre han vivido desde que su
familia emigró a los Estados Unidos. Normalmente va y regresa a pie las cuatro
tardes que tiene turno en su trabajo. Es impresionante el parecido
físico con su sobrina, pero
veinte años mayor. No tiene hijos ni puede tenerlos, igual que David. Tal vez
por eso se hizo cargo de Melody, además era el único miembro de la familia que
le quedaba a la pobre niña después de que su madre, Rosario, muriera en ese
desastroso accidente.
El destino es así,
inextricable. Ahora, mi sobrina es como si fuera mi hija. Y nos parecemos tanto
que fácilmente pasamos ante la gente como madre e hija. Sin embargo, las cosas
se vinieron a complicar cuando, después de que yo enviudé de Manuel (que en paz
descanse) y ya vuelta a casar con David, ellos incubaron con el tiempo un mutuo
afecto que a veces me parece obsesión del uno por el otro. No sé. Los tres
somos felices y eso es lo que cuenta. ¿O no? Hasta donde yo puedo intuir David
me ama y nunca me ha fallado en ningún aspecto salvo en la intimidad del sexo,
pero eso él me lo advirtió antes de casarnos. Es debido a un síndrome de
impotencia que nunca pudo superar y eso a mí no me causa pena, somos totalmente
platónicos. Aparte de ello él es tierno, servicial, amable, responsable. Qué
más puedo pedir. Y Melody…bueno, ella es mi espejo. Es la niña de mis ojos,
respetuosa, obediente, inteligente…vaya, ¿qué podría yo tener en contra de
ella? ¿Celos? ¡Por favor! eso no va conmigo. Los amo en su apego y rejuvenezco
en el goce de sus miradas. Palpito en sus abrazos de nunca acabar. ¡Qué gracia
y frivolidad la de mi niña, qué agitación espiritual la de mi hombre! Olfateo
sus cuerpos sudorosos y me embriago en sus olores cuando les seco el sudor con
una pequeña toalla después de sus largas caminatas. Sé que ellos me lo
agradecen por la expresión correspondida de sus expresiones. Somos tres, pero
de alguna manera somos uno.
Son las seis y media de la
tarde. Con su taco preferido David vuelve a practicar su deporte— si es que al juego del billar
se le puede llamar así— y a distraerse
elaborando las dificilísimas carambolas tres bandas, que consiste en hacer la
carambola después de tocar tres bandas de la mesa. Raras veces las practica con
algún amigo ocasional y por lo general juega solo. Mi niña lo acompaña sentada
en uno de los sofás sepia, pero no está pendiente de la precisión con que el
jugador golpea la bola con el taco, sino que lápiz en mano resuelve un
crucigrama de esos bien difíciles, en cosa de minutos. David tiene el pulso
firme. Como se dice, no le tiembla la mano. Lo que sí le tiembla es el corazón
cuando está cerca de ella. Él sabe que
ya no está en edad para ese tipo de sobresaltos afectuosos. Es consciente de
que a su edad de sesenta y siete años cumplidos, jubilado de la empresa de
ingenieros donde trabajó por casi 25 años, y con cinco años de estar felizmente
casado conmigo, debería estar más apacible y sosegado, pero no. Como que la
vida, el albur, lo lleva por otros senderos, por caminos, por brechas desconocidas y tal vez peligrosas que lo
desequilibran, pero que a la misma vez le imprimen a su emoción de vivir una
intensidad que lo reconforta y lo rejuvenece. Es claro que ahora está pensando
en Melody. Y la tiene a escasos tres metros. Y la mira y ella le devuelve la
mirada azulosa con ternura y complaciente sonrisa, angelical como siempre. —
¿Pasa algo?—. Le pregunta ella con su voz dulce, delgada y alta como de
contralto coloratura, levantando la cara de la revista de acertijos y acompañando la pregunta con una sonrisa
enigmática. —No mi linda, nada. ¡Que te quiero! —.Ella escucha con complacencia
la reiteración, asiente con la cabeza y se agacha para escribir una nueva
palabra en el puzzle que para ella es
como pan comido. La palabra es de ocho sílabas e indica transposición de
sentido. Escribe sin dubitación alguna la palabra “metáfora”.
—La cena está servida. Les
anuncia Carline desde la cocina. “Gracias”. Responden los dos al unísono y se
preparan para degustar los apetitosos platos que ella sabe preparar. En esta
ocasión van a saborear un delicioso pollo guisado con verduras. Una copa de vino tinto acompaña el puesto del señor.
Dos vasos de agua, el de las damas. Después de unos minutos ya están sentados a
la mesa. Él a la cabecera, y las dos mujeres a la derecha y a la izquierda.
Nadie se fija en el puesto vacío ni tendría ningún sentido fijarse en él. Los
tres se miran y se disponen a comer. Huele delicioso. Melody Ramírez acerca con
elegancia su rostro al plato, ensancha los hoyuelos de su nariz y exclama
“¡Tía, que delicioso huele! “David asiente con un movimiento de cabeza y
Carline sonríe con satisfacción. “Pruébenlo y no se diga más”, ordena la
cocinera. La armonía reina en su hogar. Se siente en la quietud del ambiente y
en el silencio del atardecer. Cada quien se sabe un tesoro para los otros dos.
Nada sobra, nada falta. Se miran con satisfacción mientras sus paladares se
engolosinan sin afán el sabor del guisado. Más tarde vendrán las conversaciones
de sobremesa y después recomenzará el sagrado ritual de las manos tomadas en
donde el pacto de la atracción superará el pánico de vivir en orfandad. Se
vuelven a entrecruzar las miradas sin decir palabra y en sus ojos juguetean líquidas
formas que se atraen, se entrelazan y como olas inmensas invaden los resquicios
dulzones de sus cerebros complacidos.
Los sábados son unos días
especiales para ellos. Entrada la tarde van a la piscina. Las dos mujeres en
bikini se parecen aún más como una gota de agua a la otra. Salvo la edad, por
supuesto, en donde el tono muscular de la una no es tan fuerte como el de la
otra; a la distancia que se encuentra David, sentado junto a la mesa campestre degustando una
limonada, las ve casi iguales. Bueno, y es que en su embrollada mente a veces
son la misma persona. Esos rasgos de familia son tan impresionantes que lo
confunden. Ellas juegan— como ninfas diosas del agua— con total desparpajo y
con la seriedad que tienen los niños al jugar, a lanzarse olas de agua
empujando la superficie acuática con la palma de la mano enfilada hacia
adelante. Saltan y lanzan grititos que a David le encantan. De hecho lo
emocionan sin saber por qué. Un fogaje inesperado invade su cuerpo. Son
grititos agudos y sensuales, pero solo eso y sin embargo, él siente alboroto en
sus riñones.
Las bañistas regresan a la
mesa. Él las frota y las seca con la
misma toalla grande y suave. Va a la una y va a la otra y ellas se dejan hacer
pues es un ritual consentido. Sus cuerpos bien formados, de estatura mediana,
van consiguiendo la calma después del ejercicio y del masaje relámpago del
hombre. Ahora, se sientan y beben una limonada bien fría mientras David dispone
el tablero de un ajedrez gigante de mármol de Carrara sobre la mesa y comienza
a disponer las hermosas piezas de reflejos metálicos en los cuadros que
corresponde. El contrincante, como siempre, será la nerd y Carline la testigo y la juez a la misma vez. La juez lanza
una moneda al aire para decidir quién va con las blancas y quién con las
negras. Gana la Nerd. Pero no importa pues
David siempre le regala la salida. “Las damas primero”, le dice y ella
sale con «Peón cuatro Rey» y él le frena el avance del peón con «Peón cuatro
Rey». Se nota que van a desarrollar la apertura preferida del maestro
Capablanca, aquel cubano que sin mucha teoría ajedrecista y sí con genialidad
y fervor caribeño llegara en su momento
a la cima reservada a los grandes maestros. Aquellos tiempos en que Melody se
estaba iniciando en los secretos del juego ciencia y de cuando David
aprovechaba para darle en cuatro jugadas el «Mate Pastor», ya había quedado
atrás. Ahora había que jugar de verdad, de igual a igual y ya no se podía predecir quien iba a dar el
jaque mate. Carline olvidaba que fungía
de juez y no hacía sino preguntar por qué esta movida, por qué esta y no esta
otra; en fin, se involucraba en el juego, pero no jugaba. Le daba pereza la
concentración debida para poder sacar adelante una partida decente.
Terminada la partida
saldrían a cenar a un restaurante del Mall de Pembroke Pines y la 114 avenida y
luego irían a un cine de medianoche,
preferiblemente irían a ver una película
de suspenso (seguramente Hitchcock). Las mujeres empujaban a David para que se
sentara en una butaca en medio de ellas y cuando alguna escena las asustaba,
abrazaban al hombre para que les aplacara los aspavientos y les diera calma a
sus fantasías descontroladas. Ya de regreso en su casa, el ritual continuaría.
Ella pediría a su «tío», con pudor contenido y con descuidada indolencia
juvenil, que le velara el sueño mientras Carline lo empujaba a que lo hiciera,
puesto que la niña había quedado muy impresionada con las escenas de la
película.
Algunas veces, David razona
acerca de lo que le sucede con sus dos mujeres como esa tarde de lunes sentado
en solitario al lado de la mesa de la piscina
después de darse un refrescante baño. Ama ese espacio abierto al cielo y
también íntimo recinto donde algunas
noches medita sobre la velocidad
con que la vida abraza la vejez, mientras sus ojos se extasían viendo a la luna
temblar sobre la piel del agua. En la casa no se encuentra más que él puesto que Carline está cumpliendo su turno
en la Óptica y Melody ha ido al College
de Miami Dade para preguntar sobre los
programas de Matemáticas y física que es lo que
le interesa estudiar.
«¿Mis dos mujeres? No». Se contradice y
aclara, porque ellas no pertenecen a nadie. Son espíritus libres como ya
quisiera serlo yo. Me siento bien, y afortunadamente no encuentro tribulación
alguna en mis emociones. ¿Tiene algo de malo
que goce hasta la médula en una contemplación que me lleva al delirio
con el solo hecho de seguir con las pupilas de mis asombrados ojos la línea del
cuerpo de mi divina Melody? ¿Que me extasíe en su olor felino cuando el sueño
comienza a poseerla? ¿Que arda en fogosa llama cuando atado a ella por el calor
de su mano, la concupiscencia del deseo me eleve y transporte a estados
ardorosos de éxtasis que jamás de otra manera podría obtener? ¿Debería por una
veleidad moral negarme a experimentar estos sagrados momentos de arrobamiento
que me conectan— frente a su indolente abandono—con la raíz de la felicidad y
con el sumo placer de los sentidos abocados a enaltecer la dicha de existir? La
respuesta es ¡NO! El heroísmo emana de la debilidad y yo, ciertamente, me
arrodillo ante la arrogancia sublime de la belleza. Pero bueno, basta ya de
sutilezas éticas y pensamientos de esteta decadente. Gracias debo dar al cielo por obsequiarme con
estas experiencias inofensivas que me salvan de la rutina y me regalan con inflamados momentos de pasión.
David se sacude la cabeza,
se levanta, cruza las manos sobre su nuca y gira el rostro unas cuantas veces a
derecha e izquierda. Luego se dirige a su biblioteca ubicada al lado de los
sofás de color sepia, se sienta y retoma la lectura de La casa de las bellas durmientes
del escritor japonés Yasunari Kawabata. Un tenue sonido de música de piano
proveniente del equipo Panasonic le ayuda a deslizarse en un placentero
ambiente de relajamiento total y de inmersión en la historia que lee. En su
febril fantasía se transforma en Yoshio
Eguchi, el anciano protagonista de la obra de Kawabata. Encarnado en el
personaje se ve en la posada de las durmientes acostado en el lecho de la
habitación (asignada exclusivamente para él por la enigmática mujer que dirige
el ceremonial erótico) con una
adolescente virgen narcotizada totalmente a la cual solamente le es permitido
contemplar. Solo le es concedido “beber la juventud de la muchacha dormida” y
él como hombre de palabra respeta la norma. Se encuentra embebido en la lectura
del libro en el cual se hace además una profunda reflexión sobre el estrago del
tiempo en el alma de los hombres. Permanece sumido en ese mundo onírico por
largo rato en donde el derroche de juventud y vitalidad que brota natural de la
piel de la joven dormida, contrasta y abofetea la fealdad insalvable de su
vejez cercana a la muerte; y en donde el esplendor y la lozanía de la criatura
dormida hace más visible la patética postración de su decrepitud inminente.
Evoca con placidez teñida de nostalgia aquellos innumerables momentos de ímpetu
desbordado e infinito goce erótico que
encienden y materializan recuerdos de encuentros amorosos de liviandad juvenil
y licenciosa adultez.
En algún momento, el ring- ring de una llamada
telefónica equivocada lo saca de esa realidad cenagosa y elusiva y lo devuelve
a la realidad del presente.
Es de noche. El día ha
estado pleno de noticias y Melody luce expectante ante la inminente admisión de
su nombre como nueva alumna de Física en el Massachusetts
Institute of Technology, situado en Cambridge, Massachusetts. Con alborozo
les cuenta a su tía y a David la buena nueva. Le han asignado una beca que le
cubre gran parte del costo total de la carrera. Es una de las mejores
universidades del país. Sin lugar a dudas, comenzará una nueva etapa en su vida
y será un fructífero periodo de aprendizaje justo en el área de estudios que
siempre ha querido. Un futuro profesional brillante le espera. “En mis
vacaciones vendré a visitarlos” les dice abrazándolos y de sus ojos emanan
chispazos de tristeza combinados con
fugaces resplandores de alegría. Los dos la abrazan y la felicitan. Sabemos que
es por tu bien y compartimos tu inmensa alegría, le dice Carline sollozando. Y
permanecen abrazados por un prolongadísimo momento con sus frentes pegadas la
una contra las otras. David también está feliz por ella, pero por dentro está
devastado. No puede admitir que el final del ritual nocturno haya llegado a
término. Se siente desolado y su mente navega en el vacío. “En mis vacaciones
vendré a visitarlos”. Repite la niña dándoles ánimo y fortaleza.
Esa noche a la hora de
dormir David Martínez va a velarle el sueño, como es la costumbre, pero un
estremecimiento invade su cuerpo cuando pasados ya unos minutos y sentado, como
siempre a la orilla de su lecho ella con
los parpados cerrados y su rostro dulce le alarga la mano para que le traspase
su energía calma y así pueda entrar de la vigilia azarosa en un ensueño plácido
e inocente. «Ella comenzará una nueva etapa en su vida», piensa de repente
David, pero él también iniciará una nueva etapa de desasosiego e incertidumbre.
¿Cómo serán mis noches sin ella? , se pregunta y una agitación espiritual lo
invade y lo llena de insondable inquietud. ¿Cómo transmitirle paz a su bello
semblante cuando él se está desquiciando ante la inminencia de un abandono que
no puede soportar? Ahora es ella quien en su indolente abandono le da quietud a
su alma confundida. Y él se deja seducir por la música de su respiración
entrecortada y por la fragancia de su cuerpo liviano raptado de la miseria de
la realidad al silencio de la noche que la embiste con su magia para
transfigurarla en la doncella de la
inocencia donde la pulsión del deseo no puede más que extasiarse en el
arrobamiento de la contemplación y en el desvarío de una mística posesión. David
la acaricia con las palabras que no alcanzan a articularse en su garganta y que
están rumiadas para conjurar su lujuria contenida. Inclina sus fosas nasales muy cerca de sus
senos redondos y evoca conmovido el aroma de la leche materna. Entornando los
ojos se deja llevar hacia adentro, como quien se dirige a un túnel dentro de sí
mismo, se refugia dentro de sus propios sesos ablandados y dulcificados que
como masas gelatinosas yacen en un manantial de paredes erotizadas hasta las
lágrimas. Con los ojos aguados aprieta levemente la mano de Melody y ella apenas lanza un leve
suspiro. “No sé qué será de mí”, se dice, mientras se dispone a abandonar la
estancia. No puede más. Sufre más que nunca el poder que ella ha ejercido
siempre sobre su débil voluntad. Se
siente exhausto como después de una extenuante y agotadora jornada de trabajo.
Le suelta la mano con ternura contenida, se la coloca como siempre sobre su
regazo, y en pie juntillas camina hacia su habitación. “Que duermas con los
angelitos” Le parece escuchar de los labios entreabiertos de su seráfica amada,
mientras camina. «Chitttsss», responde él volteando ligeramente la cabeza
mientras se dice “Ella, como siempre, hablando dormida”.
Y la hora de partir llegó.
Tres meses después del anuncio de la inscripción en el MIT, en el sopor de los calores de mediados de agosto, Carline y
David se encontraban en el terminal D del aeropuerto de Fort Lauderdale
despidiendo a su sobrina y a su ángel quien maleta en mano y morral a la
espalda, estaba lista para emprender la nueva etapa de su vida. David no pudo
oponerse a su partida puesto que nunca
podría anteponer de manera egoísta sus sentimientos personales al porvenir
profesional de Melody. Se sentía maltrecho y sin fuerzas para seguir viviendo,
pero la mirada compasiva de su mujer le decía que podría superar la ausencia.
Ella se encargaría como espejo y fantasma de la ausente, de insuflar de delirio
las noches vacías. Total, habían sido una pareja estable hasta el momento, y lo
seguirían siendo a pesar de la lejanía de ella. La nueva universitaria
comprendía los sentimientos que los embargaba a los dos y les daba ánimo. Total
en junio del año siguiente vendría a compartir con ellos sus dos meses de
vacaciones. También tendría que superar sus miedos y solventar su pánico
nocturno, a lo cual estaba totalmente decidida. Si fuera del caso pediría ayuda
a su futura compañera de cuarto en el Campus
del MIT, una muchacha de origen colombiano residenciada en Boston que
estudiaría la misma carrera de ella y con la cual ya habían intercambiado
correos electrónicos y números de teléfonos y hasta habían conversado sobre sus
cosas personales. En cuanto a David, volcaría toda la emoción de sus arrebatos
fantasiosos en la amorosa espera de unos cuantos meses. Como una bestia
(aletargada, mansa y leal) transformaría su lacerante y agónica espera en
sufrimiento vivificante. Desaceleraría el desenfreno sensual de los últimos
años hasta conseguir una quietud casi absoluta dentro de un estado de
hibernación severo, pero saludable. “Todo seguirá igual que antes” les prometió
Melody, mientras los abrazaba y se
fundían en una sola sombra que el viento de la tarde acunaba y mecía
como la luna en la piel del agua de la
piscina de su casa vacía.