De Vargas
Vila a Fernando Vallejo (Destapando a
los escritores malditos)
José Díaz- Díaz
El próximo 23 de mayo se
conmemora el octogésimo segundo aniversario de la muerte del colombiano José María
Vargas Vila. Sirva esta fecha como estímulo para reflexionar sobre aspectos
puntuales de su legado.
No es gratuito que
empaquete en el mismo saco a otro de los irreverentes escritores colombianos
como lo es Fernando Vallejo, con quien los une una irremediable atracción de su
prosa a las calamidades de su patria. La universalidad literaria de la
tendencia posmoderna en cuanto a temática se refiere no es su fuerte, pues si
les quitamos el telón de fondo del paisaje político de su adolorida geografía,
es poco lo que queda de su discurso. En todo caso, la validez de su mensaje
está ahí presente para que sea el lector quien lo deguste, lo digiera y lo
valore con los instrumentos emotivos, intelectuales y estéticos que cada quien
posea.
En este artículo me
referiré expresamente a Vargas Vila. La intención es la de dar puntos de apoyo
para la aprehensión de su dimensión como ser humano y como escritor. En un
artículo posterior hablaré sobre Vallejo.
Controvertido como el que
más, JOSE MARIA VARGAS VILA (1860-1933); fue un producto intelectual de su
tiempo, que no pudo escapar en la
expresión de su ideología, a la nefasta influencia de sus dolorosas
experiencias infantiles y juveniles sufridas en una Colombia federal,
enfrentada por el poder entre la hegemonía clerical y el pensamiento liberal de la época.
Signado de por vida por un destino de derrota en su patria, perseguido
y excomulgado, se exilió por el resto de sus días en ciudades que lo forjaron
como intelectual de vanguardia, al lado de José Martí y Rubén Darío; tomando
como escenario de su infatigable actividad cultural a ciudades tales como New
York, París y Roma. Después de representar en condición de diplomático a Nicaragua
y Ecuador en España, escogió como cuna de su muerte a Barcelona.
Iconoclasta, anticlerical
y nihilista, Vargas Vila no asume en sus escritos ningún sistema filosófico en
particular. Del romanticismo retoma su visceral amor por la patria y la verdad; por la decencia y la virtud; por la libertad y la independencia de espíritu. Del
racionalismo, enaltece a la razón, como timonel del corazón y su discurso se
convierte en ética del superhombre
soberbio alejado del vicio y amante de la sabiduría. Misógino a medias— pues
ama a su progenitora sobre todas las
cosas— escandaliza al huir del amor de la mujer al sentirla como enemiga virtual
de su libertad.
En cuanto a su herencia
literaria, dejó alrededor de cien libros entre poesía, ensayos y novelas;
relatos de viajes, obras de teatro, notas de historia y de estética; artículos
de Crítica. Su prosa encendida y conceptual, a veces panfletaria, refleja la influencia
cultural de su época y el compromiso vertical con su momento histórico,
sufriente literato con vocación de héroe. En todos ellos campea el amor por la libertad y la pasión por la
justicia social.
Sus libros fueron prohibidos por las
autoridades de turno (ignorancia enquistada en el poder) y su lectura en
Colombia de libros tales como Ibis (1900); Aura o las violetas (1887); Los divinos y los humanos (1904); Los parias (1914); Ante los bárbaros (1917); Lirio
rojo (1930) fue estrictamente clandestina. Las
generaciones de lectores de los años cincuenta fueron despertadas con temas
transgresores nunca antes escuchados ni leídos debido a las murallas impuestas
por una cultura provinciana y menguada.
José María Vargas Vila y Fernando
Vallejo, con el arma de su pluma y de su verbo, enrostran, más allá de toda
consecuencia, la codicia y la mezquindad de la dirigencia de su país, que aún
hoy, no ha podido o no ha querido resolver los graves quebrantamientos de un
cuerpo social avasallado y que por siglos transita una historia de desasimiento
y dolor.
Valga anotar que la causa fundamental de la inquina contra Vargas Vila
por parte del estamento gobernante de entonces, fue su irreductible
anticlericalismo, su apasionada defensa del libre pensamiento. En la oración
fúnebre para su amigo el poeta Diógenes Arrieta (1897), en París, pronunció
esta frase sobre Colombia, que jamás se la perdonaron:
¡Duerme en paz, amigo, lejos del imperio monacal que nos deshonra!
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