Vorágine sensual, antología bilingüe de La Caverna, escuela de
escritura creativa, pronto en Amazon.
Voragine sensual: Relatos de ficcion (Spanish Edition) CreateSpace Independen... https://t.co/TPLoTIx4Wg vía @amazon
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Coeditada por José Díaz Díaz y María Gabriela Madrid.
Ilustraciones de la escultora Rosibel Ramírez.
Mientras tanto, leamos un texto de la coantóloga,
poeta Mariela Zuluaga
Mariela
Zuluaga
El
último testigo*
Me despertó el chapoteo del martín pescador cuando
rompió el espejo del río y entonces, recordé que el currucutú había cantado
muchas veces la noche anterior. Una corriente
fría recorrió mi esqueleto.
Ahora, cuando le cuento a usted los hechos pienso que,
tal vez, aquello que sucedió no me habría afectado si esa mañana mis ojos no se clavan en el oriente y me
convierten en testigo y protagonista de la historia.
Allí, tras los matorrales, mostrando sus dientes de
piraña, estaban ellos. Los había visto en otras ocasiones arrasando monte con
el resplandor que cargan a la cintura y marcando territorio con los truenos del
brazo. Mi primera y única familia la perdí en una de esas. Dos polluelos con
plumón apenas, incapaces de volar,
fueron sacados de la cueva donde
los teníamos y pisoteados por
patas que sólo sabían ir hacia delante. Aún hoy escucho el eco de su llamado de auxilio. Nunca más he vuelto a empollar. La rabia y el
dolor me hicieron más solitario que cualquiera otro de mi familia y, por miedo, renuncié al amor.
Por eso, aquella noche, como muchas, me había quedado solo sobre la rama más
baja del jacarandá, atento, eso sí, a las
contiendas nocturnas del monte para
rastrear los restos del perdedor de turno.
Y ahí estaban de nuevo, pero en esta ocasión no
tumbaban monte, traían acorraladas a sus
presas. Yo, iluso y hambriento, presentí un banquete. En ese tiempo aún disfrutaba la carroña, por eso abrí mi pico para permitir que el
viento me entregara el aroma de la posible comida. Eran animales asustados,
tantos como mis dedos delanteros, unos más grandes y otros más pequeños y con el mismo jadeo del conejo cuando se
enfrenta al perro que lo caza. Pero, a diferencia del conejo, ellos no podían
correr, algo los hacia estar inmóviles como las estacas.
Dicen que la curiosidad mata, a mí no me mató pero me
dejó sin vida. Volé con disimulo hasta la alambrada más cercana, con esa
parsimonia que aprendemos desde el nido: agitando suavemente las alas, casi con
desinterés, como si no se quisiera avanzar, pero avanzando y pude mirar bien a
los cazadores: carrangueros como yo,
pero con el don de la palabra.
Abrían la boca y le gritaban a sus presas para
asustarlas, para ablandar su carne,
pensé en ese momento, pero por lo que vi
después no querían comer la carne, sólo
destruirla y desgarrarla y sacar desde el fondo de sus entrañas ese jugo espeso y rojo al que
llaman sangre.
Tumbaron a sus víctimas sobre el matojo sin importar
que sus cuerpos se estrellaran contra las espinas de las zarzas y
cuando los levantaron para volver
a tumbarlos, vi que las burbujas de
agua pantanosa que brotaban de sus
bocas, al ser traspasadas por el sol mañanero,
eran como estrellas que explotaban en el aire.
Retrocedí en el tiempo y ahí estaban de nuevo
mis polluelos sangrantes y
pidiendo auxilio, y estaba ella
mirándome desesperada, reprochando mi cobardía, porque eso fui esa vez, señor,
un cobarde: no moví una sola de mis plumas negras para defender lo propio.
Después, cuando el sol salió entero y empezó a calentar el pasto negro, los llevaron a la planada, allá donde se ven
esas dos matas de iraca junto al
matarratón solitario y, amarrados como estaban, los pusieron a cavar la tierra
como si fueran armadillos a punto de
tener camada. Los tuvieron escarbando
todo el día, hasta que se fueron
doblando sobre la madriguera que construían con su miedo.
Y no fue aquí, donde
usted puso la marca para que los
de su grupo busquen, es allá, señor, donde le digo. Lo sé muy bien, porque ese
día, -después de que los cazadores volvieron a tapar el hueco y pusieron rastrojo encima para disimular la tierra
removida- yo coloqué una pluma de mi cola para marcar el sitio. Esa pluma se secó, pero cada tanto la
reemplazo. Vea mi cola señor, está rala,
asómese y allá encontrará los cañones de todas las plumas que me
faltan.
Usted verá si me cree o no, pero así pasó todo y yo
fui testigo. El único, porque cuando
llegó la jauría todos salieron espantados y dejaron el monte solo para
nosotros, los dueños de la mortanga.
Ellos, aunque me vieron, al principio ni siquiera intentaron ahuyentarme. ¿Qué
peligro podía significar un chulo,
guala, zamuro o gallinazo común para alguien que maneja la luz a su acomodo y
se siente dueño del llano, de la montaña, del río y de todos los que
vivimos aquí?
No se ría señor.
Me acerqué un poco más, pero esta vez caminando con
mis pasos chuecos, olfateando, mostrando interés por lo que hacían, como si
estuvieran desenterrando un mortecino
para mi comida.
Y ahí fue cuando
supe quiénes eran las víctimas.
Mi vista aguda para la muerte, era torpe para la vida. Las ansias de
carroña no me habían permitido distinguirlos antes: cazadores y presas,
animales de la misma especie y entre ellos, amarrado a la madre,
reventado por dentro, un polluelo casi
en plumón como los míos. Me acerqué un poco más y descubrí sus ojos que me miraron sin asombro y una boca sangrante que pronunció palabras. Y yo, que me movía sólo por el interés de saciar mi hambre,
sentí pena ajena por la especie hablante
y un vapor caliente que venía desde el fondo de mí, me hizo vomitar toda la podredumbre que había
comido hasta ese momento. Quise alejarme de ahí y olvidarme para siempre de lo
que había visto. Intenté levantar el
vuelo, pero un planazo me dejó tirado sobre la sabana.
Y fue entonces, señor, cuando sucedió algo extraño. Mientras estaba ahí, tendido, soñé
que ese polluelo cabalgaba a mi espalda y volaba conmigo sobre la llanura, que
los dos contemplábamos la curva más
hermosa del río y que yo le mostraba mis
polluelos y él me contaba dónde tenía
escondidos sus tesoros. Y durante ese sueño el polluelo me enseñó a hablar.
Ponía su mano sobre mi garganta sin plumas y me pedía que abriera el
pico y permitiera que el aire entrara a mis pulmones y que después, lo dejara salir lentamente. Así pronuncié mis primeras palabras.
Cuando desperté, busqué con mis ojos el polluelo pero,
el grupo de cautivos ya no estaba. Los
cazadores ponían chamizos secos y
hojarasca sobre el sitio donde sus presas
habían cavado todo el día y luego les prendieron fuego. No me moví por
un buen rato. Después, casi a la media noche, cuando ellos se
fueron, me levanté y como pude
arranqué la pluma más larga de mi
cola y la sembré sobre las cenizas
calientes. Ahora no hay cenizas, la
lluvia y el tiempo han emparejado la tierra y el rastrojo volvió a su
sitio. Sólo mi pluma más reciente y
los viejos cañones, permanecen ahí.
—¿Por qué la carcajada, señor? ¡Venga¡,
yo lo llevo hasta allá y le ayudo a escarbar, para que me crea.
—¿Qué será lo que quiere este chulo de mierda que ha
estado graznando y persiguiéndome todo el día?
—¡Venga¡ ¡Mire¡
¡Péguenle un tiro a este animal, que
me está sacando los ojos!
*Este
cuento fue uno de los 20 seleccionados entre 427, por el jurado (Juan Gustavo
Cobo Borda, Guillermo González Uribe y Fernando Jiovani Arias) del Concurso de
cuento sobre desaparición forzada Sin
rastro, de la Fundación Dos Mundos, para hacer parte de la antología Cuentos para no olvidar el rastro, Bogotá,
Fundación dos mundos, 2009.
joserdiazdiaz@gmail.com; @lenguajevital; Facebook: La caverna, escuela de escritura
3 comentarios:
Luz Elena Gómez Mejía Mariela, qué maravilla de cuento. Abrazos.
Laura Hernández Zuluaga
15 min ·
Este cuento de Mariela Zuluaga, fue uno de los 20 seleccionados en el Concurso de cuento sobre desaparición forzada Sin rastro, de la Fundación Dos Mundos, para hacer parte de la antología "Cuentos para no olvidar el rastro", Bogotá, Fundación dos mundos, 2009.
Laura Victoria Gallego Ya leí el cuento y te digo a mi manera que ésos desplazados y desaparecidos testigos del dolor de sangre y destierro que hacen parte de las guerras en las selvas y la naturaleza son no sólo fabulosos si no también representativos de los seres que padecen el maltrato y el olvido.Qué fascinación la que sentí al leer tu cuento que por cierto merece estar ahí y en mucho más.Me gustaría tener el libro.De nuevo mi escritora felicitaciones por tan extraordinario cuento, hijo tuyo.
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