Amerika, novela de Franz Kafka. Episodios sobre la emigración
alemana en USA.
Por José Díaz-Díaz
Uno de los temas que ocupan el interés de la narrativa
actual es la del tópico de la emigración. Así lo registran las publicaciones de
novelas que se editan en distintos países. Las tramas van desde las migraciones
africanas a Europa hasta las latinoamericanas hacia Estados Unidos. Todo eso
sin incluir los relatos que vendrán sobre las oleadas de refugiados y asilados,
material abundante que será tomado más adelante cuando se asiente un poco la trágica
novedad de tan lamentable acontecer histórico.
Al respecto y como dato curioso, en 1927 se publica la
novela póstuma: Amerika de Franz
Kafka (1883-1924), una de las menos conocidas del autor de La Metamorfosis, a pesar de que para algunos críticos es una de las
más relevantes, en la cual asume la
problemática de la emigración (desde su peculiar estilo expresionista) a partir
del periplo de un joven alemán quien emigra a la ciudad de New York.
Valga anotar
que el autor checoslovaco nunca visitó tierras americanas, lo cual no deja de
ser llamativo ya que corrobora su gran capacidad para imaginar escenarios no
vistos con descripciones creíbles y verosímiles.
Sinopsis
Karl
Rossmann, un chico de dieciséis años es enviado a América por sus padres, como
castigo por haber cometido la debilidad de dejarse seducir por una criada, a
quien embarazó.
En el barco que lo conduce a New York
entabla una amistad extraña e insólita— como todos los personajes que lo
rodearán a lo largo de sus aventuras— con «el fogonero» de la embarcación.
«Un
tío rico» radicado en Nueva York lo recibe y le brinda todo el apoyo, anunciando
lo que sería una vida confortable para el muchacho, pero en pocos días esa
ilusión se desvanece cuando es echado—sin razón aparente— de la mansión de su
pariente acaudalado. Comienza entonces el verdadero calvario del emigrante que
se enfrenta a la crudeza de una ciudad desconocida sin un solo céntimo en los
bolsillos.
En pocas páginas se pasa de la
cordialidad absoluta a un laberinto de situaciones opresivas y complejas. En un
nuevo episodio aparece otra hada salvadora que es «La cocinera mayor» de un
gran hotel. Ella lo acoge como su protegido y le consigue un empleo de ascensorista.
El ejercicio de la rutina lo sumerge en un mar de monotonía. El único alivio se
lo brinda otro personaje desgraciado, emigrante también, como es Therese,
proveniente de Pomerania. La carrera hotelera se ve frustrada por
circunstancias en donde él es siempre la
víctima, imposibilitado de desprenderse de su mala racha de suerte. El destino
es rudo con Karl. Un karma desolador lo persigue sin cesar. En la trama varias
veces se insinúa la posibilidad de lograr la felicidad a través de algún amor
que al final resulta truncado.
Tanto las extrañas actitudes que van
adquiriendo los personajes, como el ambiente tan asfixiante en que se
desarrollan, arrojan de improviso al muchacho de unas circunstancias a otras,
todas plagadas de desventuras. Como si el mito de Sísifo se encarnara en su
vida: caer, subir y caer en un eterno retorno a la tragedia de su cotidiano
vivir. Ese carácter de una existencia rayana en la irrealidad la afirma el propio
autor cuando dice que: “…Lo cotidiano es en sí mismo ya maravilloso. Yo no hago
más que consignarlo…”.
Delamarche (francés) y Robinson (irlandés)
igualmente jóvenes inmigrantes que no logran integrarse a la nueva sociedad, acompañan
al protagonista durante buena parte del relato, y lo involucran en escenas con
la policía por aquello de «la ilegalidad» de estar residiendo en el país,
sensación timorata que acompaña a todo indocumentado. Los dos jovenzuelos soportan
el hilo conductor del relato, involucrando al pobre Karl en otro episodio en
donde terminará como sirviente de la cantante retirada, la obesa Brunelda, un
personaje estrafalario a más no poder.
El objetivo vital para el emigrante en América,
cual es el de conseguir un empleo (cualquiera que este sea), se convierte
irónicamente en la meta trascendental de toda su existencia. Vivir y Ser solo
para conseguir un empleo. ¿Qué clase de «sueño americano» es ese?
Al final, Karl
es contratado
para trabajar en el Gran Teatro de Oklahoma—que absurdamente acepta a cualquiera
que solicite su ingreso—, emprende un viaje hacia la incertidumbre, hacia lo
ilusorio (y vanamente prometedor). Y, no obstante, el añadido póstumo a la obra
revela una esperanza inusitada. Es una novela de final abierto.
También en esta novela Kafka toma como
arquetipo de sus personajes a la víctima. Karl es un chico listo que construye
sus pensamientos de forma sorprendente, pero a quien de manera fatalista todo le
sale mal, sin que valga actitud, razonamiento o acción alguna dirigida a
conseguir lo contrario. Es impresionante el modo en que Kafka narra una
historia en la que el personaje no logra dar con una vía de escape y que,
además, se muestra completamente inerme, en un estado de indefensión metafísica
que lo incapacita para resolver las situaciones más nimias que se le van
presentando.
Me llena de desasosiego el haberlo visto condenado a las vicisitudes del destino una y otra vez, en una sucesión de episodios que terminan para volver a empezar. Y lo más sorprendente es que todo este azaroso y catastrófico relato esté narrado de tal manera que el lector no siente la urgencia de buscar un paño de lágrimas. Tiene incluso sus partes divertidas y humorísticas, humor negro, por supuesto.
Me llena de desasosiego el haberlo visto condenado a las vicisitudes del destino una y otra vez, en una sucesión de episodios que terminan para volver a empezar. Y lo más sorprendente es que todo este azaroso y catastrófico relato esté narrado de tal manera que el lector no siente la urgencia de buscar un paño de lágrimas. Tiene incluso sus partes divertidas y humorísticas, humor negro, por supuesto.
El estilo kafkiano
La reducción al absurdo, punto neurálgico para
entender y comprender la narrativa kafkiana, se enseñorea en esta obra.
Esa sensación desoladora del absurdo viene descrita con
la utilización del suspenso siempre orientado para que desemboque en lo
insólito. El lector, que perplejo se deja seducir por el argumento, siempre termina siendo
emboscado por un desenlace inesperado.
Las Descripciones no
admiten monotonía. Los diálogos en grupo le imprimen al relato un carácter
teatral. La acción es la reina de la descripción, siempre en situaciones
desesperadas e inesperadas. Al protagonista Karl le suceden muchas cosas por lo
general adversas. Lo persigue la fatalidad. Se le aparecen ángeles (el tío rico,
la cocinera mayor), para despistar al lector con posibles finales felices, pero
pronto lo abandonan. La trama logra crear una atmósfera de surrealismo,
inquietud desesperanzada, zozobra y malestar. Con el trabajo magistral de esos
elementos narrativos se consolida el típico expresionismo kafkiano.
El dibujo de
los espacios físicos tales como apartamentos, casas, hoteles, calles
interminables; escaleras, pasillos y pasadizos son dibujados con especial
esmero para conseguir una aire de opresión que coincide y eleva el estado
de conciencia angustiada del personaje. Aquí la representación de un mundo
de sueños paradójicamente es descrito
con un realismo minucioso. El absurdo
subyacente, lo raro y extraño en cada escena introduce al personaje principal
en situación de desestabilización. En el primer capítulo es Schubal. En el
segundo el señor Green. En el tercero y el cuarto, Delamarche y Robinsón, en el
quinto, Brunelda quizás el personaje secundario más fantástico e irreal.
La maestría con que Kafka utiliza las distintas técnicas
literarias, habilidades de expresión y recursos lingüísticos, pone sobre el
tapete la importancia del «cómo se narra» a la hora de pretender una escritura
de calidad.
En Amerika,
el narrador en tercera persona, pone a pensar y meditar a su personaje central;
lo induce a hacer conjeturas sobre situaciones posibles de un futuro incierto. Dialoga
y piensa, dialoga y vuelve a pensar. Y en el argumento, siempre teñido del
elemento de lo inesperado, una situación o un personaje que desequilibra y
rompe la escena. Crea suspenso y vacilación de lo que vendrá enseguida. Las
escenas o propiamente cuadros, son excéntricas y delirantes por los desenlaces
inesperados en que terminan. Suspenso siempre in crescendo.
Los diálogos se caracterizan por su majestuosa
simplicidad, que rescatan lo cotidiano como alimento del mismo absurdo. Son múltiples
y frenéticos en la boca de cada uno de los personajes siempre en situaciones de
límite. Todo es Agobio, tribulación. He aquí como se construye la reducción al
absurdo.
Para complementar, los dejo con un breve trozo del inicio
del relato de este grande de las letras alemanas:
El fogonero
“Cuando Karl Rossmann —muchacho de
dieciséis años de edad a quien sus pobres
padres enviaban a América porque lo había seducido una sirvienta que luego tuvo de él
un hijo— entraba en el puerto de Nueva York a bordo de ese vapor que ya había
aminorado su marcha, vio de pronto la estatua
de la diosa de la Libertad, que desde hacía rato
venía observando, como si ahora
estuviese iluminada por un rayo
de sol más intenso. Su brazo con la espada se irguió como con un renovado movimiento,
y en torno
a su figura soplaron los aires libres.
«¡Qué alta!», se dijo, y como ni siquiera
se le ocurría retirarse, la creciente multitud de los mozos de cuerda que junto a él
desfilaba fue desplazándolo, poco a poco, hasta
la borda.
Un joven con el cual había trabado fugaz relación durante la travesía le dijo al pasar:
Un joven con el cual había trabado fugaz relación durante la travesía le dijo al pasar:
—Pero ¿no tiene usted ganas
de bajar?
—Claro
que sí; ya estoy pronto — dijo Karl, riéndose al mirarlo; y lleno de alegría,
alzó su baúl y lo cargó sobre un hombro, pues
era un muchacho fuerte. Pero al seguir con la vista a
ese desconocido suyo que agitando ligeramente su bastón ya se alejaba con los demás, notó
consternado que había olvidado su propio paraguas abajo, en el interior del barco.
Sin demora, rogó a su conocido
—quien no pareció alegrarse mucho— que
aguardara un instante
junto a su baúl; recorrió con una mirada el lugar para poder encontrarlo a su regreso.
— y se alejó presuroso...”.
Monumento a Franz Kafka en Praga
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