La casa desbarnizada,
novela de Jesús I. Callejas
Por José Díaz-
Díaz, director de la Fundación la Caverna, Inc.
Jesús I. Callejas
habita Miami desde hace muchos años. Aquí vino a despojarse del “American
dream”, que muchos ingenuos aún persiguen.
Es evidente
que para Callejas Miami no es la imagen de la ciudad que venden las compañías
turísticas. Y él prefiere más bien utilizar el recurso literario para mirar
crecer su dimensión ética personal y de relación con la ciudad, separándose de
ésta, renegando de ella y pisoteando cualquier desliz o coqueteo del pasado.
Amores y desamores de un «escritor maldito»
con la ciudad que habita. Hiperrealismo literario. Realidad desdibujada a
partir de un lenguaje hiperbólico y adjetivado. Analogías estiradas hasta el
máximo de su significación entre los despojos del cuerpo y los despojos de su
casa en ruinas. Todo lo anterior puede afirmarse del texto narrativo que toma
vida propia a partir de la transcripción de sensaciones y sentimientos que
desde su conciencia, Callejas, el escritor, decide comunicar y expeler de su
cuerpo y mente adoloridas a través de esa analogía matriz: su casa
desbarnizada, en ruindad, con su cuerpo moribundo. Es el selfie fusionado de
mundo exterior y mundo interior en obsceno estado de descomposición.
Y las paredes
de la casa desbarnizada es su piel, y su esófago son las conexiones e interconexiones
de acueducto, aguas negras servidas, la plomería de su sistema fisiológico y
anatómico convertido en abyecto símbolo de la decadencia.
Los títulos: La Ciudad y El Jardín, que hacen parte de su nueva novela La Ciudad desbarnizada transcritos en
este artículo, constituyen prueba fehaciente que consolida el ropaje formal de un
estilo que contiene el corpus inerme
e impotente de una conciencia desadaptada
a un profundo nivel existencial, ético y social. Baudeleriano a más no poder, Callejas señala
en imágenes de asco y perversa lasitud los desatinos de esta sociedad degenerada para
acorralarla con su verbo ofensivo, tomado de su propia naturaleza pudibunda. Ojo,
que el verbo desbocado de Callejas, turbulento y arrollador como magma enloquecido
de volcán en erupción, pudiera parecer insondable y hermético, pero no. Solo
que está dirigido para lectores medianamente cultos.
El verbo
lujurioso e iconoclasta de Callejas, sucedáneo de una incontenible «justicia
poética» se toma o se deja, pero jamás se puede olvidar. Su narrativa, Inscrita
dentro de lo que históricamente ha venido en llamarse de los «escritores
malditos», bien se amolda a esas características de misantropía, desadaptación
vertical y transgresión visceral a las normas sociales imperantes. El concepto pertinente a los escritores malditos que aparece por primera vez en 1832 en Francia
y que se proyecta con solidez hasta finales de 1880, constituye antecedentes
válidos para el estilo callejiano. Esa categoría
de literatura maldita se extiende a otros países, culturas y naciones, siendo
uno de los primeros Inglaterra. De manera que lo que podemos denominar como la primera
generación de escritores y poetas malditos comprende nombres como F. Villon,
Rimbaud y Beaudelaire y se extiende a figuras como G. Sand y O. Wilde. Desde
entonces, hasta la fecha, la literatura maldita constituye una vertiente propia,
subterránea, clandestina o marginal de la literatura que produce una sociedad. En USA Charles Bukoswki, por ejemplo; en Colombia: Porfirio Barba Jacob;
José María Vargas Vila y Fernando
Vallejo constituyen expresiones de una contracultura que confronta radicalmente
los valores de las sociedades que los contiene. Estos eremitas urbanos
parecieran cumplir la misión de destapar lo ominoso de nuestro entorno.
Escrita en primera persona a partir de un personaje central y único (el
mismo escritor), en cuanto narrador omnisciente desboca en una historia de
presente continuo que, como monólogo infinito no cesa en la autodestrucción de
sí mismo a través de su «casa desbarnizada» que lo aloja. El ser que se
derrumba es la casa que implosiona y colapsa. El asco de vivir en esas
condiciones antiéticas es el motivo susbstancial que lo induce a purificarse en
su destrucción.
LA CIUDAD
Despierto viscoso en ácido. Estoy afuera… La
ciudad me espera siempre; pero ¿siempre regreso? Diseñada con infalible
sabiduría neoclásica, favoreciendo global visión, o al menos para hacerla
impresionantemente asequible desde cualquier pelícano angular sin irritantes
entorpecimientos que remolcan ingentes urbes admirativamente llamadas junglas
de acero, es luminosa, no brillante.
París, por
ejemplo, es de plata; Roma de oro. Esta ciudad, ni una cosa ni la otra y apesta
igual por mucho desodorante que se rocíe en la vulva al levantarse la
falda-acera. Soy parte suya más que visual: llévola incrustada a trozos: en
achacosas rodillas, en vencidos antebrazos, en montón de órganos con pegajoso
toque y desapego, en las enzimas de mí, por la vil canalla, subestimado hermoso
temperamento, aunque alerta, en los cometas de mi esputo, en la pinga de
estiramientos babeantes y en el flatulento culo cuando suelto espantajos dignos
de Geoffrey Chaucer y sus demonios armados con vengativa lancería fecal.
La ciudad me odia porque, a su pesar, soy parte de
ella; porque me resisto a sus seducciones de puta alejandrina tratando de
arrancar pisadas a la alambrada mercernaria; me odia porque la desprecio y
ridiculizo sus pretensiones de cosmopolitismo. Nunca le creí: desamor a primera
vista. Soy grande, mimético, ubicuo y la ciudad bestia pretende no saberlo. A
través de innúmeros siglos las reservas minerales y vegetales fueron
devocionalmente codiciadas y gravosamente heridas en asombrosas construcciones
implantadas en Roma, Florencia, Madrid, Toledo, Granada, París, Londres,
Atenas, Berlín, Viena, Amsterdam, Estocolmo, Praga, Moscú, Budapest, Tokio.
¿Qué puedo
esperar del resentimiento sino la repetición de su vejez? La ciudad me acecha;
quiere hundirme en su cristalería invisible, pero si me deja ir lo intentará
despojándome de los mejores ingredientes; ansía tanto verme partir derrotado en
refulgencia de amaneceres buenos, de límpida radiografía en el corazón y no
colores baratos a lo calendario meretriz. La ciudad, en su vastedad aérea, se extiende
ya y desde en colosales vías al océano, su última presea; la considerada
inviable. Desde ahora no sólo Mediterráneo y Caribe monopolizan voluptuosidad
oscilante de andróginas golosinas playeras.
La ciudad se
refocila en veranos de húmeda vaginalidad y falosas palmas que chiclean desde
bahía hasta condominio, haciendo creer a sus visitantes cargando camaritas de
paludismo y poses asquerosamente familiares que no otro finge ser actriz
interpretando lo que inobjetablemente es: la pelirroja idiota del momento.
Maravillosa época trastocasional: La bien pagada por mal actuada, devocional
chupa vergas en limusinas y se masajea el tetaje cuando quiere algo de su papi,
no el biológico, sino el pingoso. La grosera ciudad controla inviernos, los
fustiga entre paredones de líquido espejo, pero la indiscreción de baja clase,
virus en su cuerpo de vedette portuaria, la traiciona. Dice que le estorbo; lo
emite en susurros, lo ha gritado cuando la borrachera, la marihuana y la
cocaína de las implacables bacterias que la putrefactan durante años de
multiplicidad octagonal dejan fuera de control su carnoso culo al aire y es
bugarroneada por los que cargan a palas el billete, cuando el “mal gusto” de
descuidar poder sobre “apariencias” la hace vociferar que me aborrece porque
soy un renegado. Sin embargo me ha usado y usa, se ha servido de mis partes
para ser ciudad, pero no tengo deudas con su agenda de servicios.
Fui cómplice de
sus desmanes, pero a la fuerza; me esclavizó sin siquiera descifrar mi
historial genético, no obstante, algo decisivo le falló: no sentí placer, no
sentí deleite alguno en planes de vana complacencia. Le estorbé, la jodí sin
pausa desde el occipucio orbital hasta las raíces uñas y no supo dónde
colocarme en el conglomerado fétido. No hay tablero para mí que la conozco y lo
sabe. La ciudad no es correctamente percibida por fieles moradores, menos por
turistas de chanclas, bloqueador solar y bolsas con ropa de marca en rebaja. La
ciudad es insulto vertical de fango y mangle. En cierto libertino punto de
confluencia arenosa y terruña es, cuidando bien “las apariencias”, acosada en
espirales acuáticos que renuevan empujes estimulados por volcánicos rencores.
El maremoto acecha. El agua vestirá de sosegado olvido toda ciudad sobre las
olas… y bajo ellas, ah, pero ella, como toda puta sin tarifa vocacional, se
resiste a declararse fango. Sus brillosos músculos juveniles son en realidad,
lo que la mayoría ignora por elemental anomalía dimensional: el obsceno rictus
de lo agónico.
La novela
total, escrita dentro de ese estilo barroco con el cual Callejas ya nos tiene
acostumbrados, pletórico de figuras literarias ajenas a la narrativa plana
contemporánea y con un vocabulario dirigido a un lector culto( a pesar de los términos
escatológicos), está conformada por treinta y tres títulos. Sorprende por su
absoluta unidad analógica y simbólica de tal manera que cada aparte, bien puede
ser inicio válido para emprender este periplo al infierno callejiano. Se puede
leer la narración completa en orden distinto
sin que esto altere el sentido de la obra total. La novela se funda en la historia y la
reflexión más que en el argumento. Al limpio estilo de Rayuela de Cortázar el hipertexto es
redondo hasta tal punto que en cualquier orden que se comience hasta cuando se
termine, el argumento— maleable como plastilina en manos del cerebro agonizante
de un niño— nos remite a la imagen madre de la indefensión existencial que
supura el texto.
EL
JARDIN
El tracto rectal cual antesala
al culo es invernadero y éste oráculo de óculo al revés, porque los fastuosos
duomos todos se han declarado adeptos de bonísima fe, al lavado intestinal
profuso, artesanal, aséptico, y ascético. Frescos y pinturas invertidos son amapolas
flotantes, periplantes océanos de rubíes equinos, cejas aledañas al primer
corte telúrico, cabelleras escobillas de sílfides decrépitamente quietas para
foto. La playa de vacaciones al cielo, éste se desploma aliviado. La ciudad
rejuvenece; no obstante, alerta, es falsaria, ya que la mezquindad fenece en el
recto no tan recto: la traición en curvas inhala rotundas feministas de
machistas machos, tardes de té pose de pintura inglesa, tieso siglo XVIII, y
clubes de libros menstruales, no mensuales. Bueno, si hojeamos la pomposa lista
de Premios Nobel de Literatura y elegimos no ambiciosos la lectura de por lo
menos un título de cada triunfador veremos que tres cuartas partes de la
producción arrastra más estiércol que el derramado en esta ruin postura cuya
permanencia me tienen diría yo y no mis clones -¿pudiera ser éste yo uno de los
clones?- si no siglos sí cantidad infame de años, pero como asevera el
majestuoso Kant, espacio y tiempo son creaciones del sujeto. La rigurosa
cocción de huevos y sus paseos por Königsberg, de la que se alejó sólo una vez
por algo más de dieciséis quilómetros, dirían lo contrario. Claro, los sentidos
son otra cosa… ¿Quién o qué colocó esas nociones en la mente, si la escurridiza
mente existe en algún cubil, flotando jodedora? Me aburro soltando triste
patrulla de migajas mierdosas bajo disfraces de variada consistencia hacia el
coqueto jardín de fuentes colgante de la imbecilidad, donde trepan nichos,
murallones, buganvilias, los extasiados cretinos que este mundo enloquecido califica
cuales faros de la humanidad y en cuyas oportunas fuentes lavan grasientas
garras los intelectuales, mayormente rameras torpes que harían ruborizar a
putas dulcificadas por las canallescas recurrencias de la vida. No biblioteca
aquí dentro; llegan periódicos, pero no quejarse: en ciertas aldeas satelitales
se usan para sanitizar los siete pliegues culecales con menos distinción que la
conjurada por Salomé en intentos por levantarle pellejo entrepiernero a Herodes
hemofílico. Por cierto, la madura repartidora de periódicos es una frígida
señorita pecosa deseosa de atrapar triunfador semental sin saber que se le
escapó el vagón de los iniciáticos festines eleusinos, pero ella cabalga
bicicleta—le gusta encajarse en la punta del asiento— y en desventajosas
condiciones no se persiguen trenes balas. Soy hoy grosera vía de inmolaciones
(quiera la providencia que no se aparezca por ahí un tolete a escupir lo que
encuentra a su paso). Recuerdo a la rubia; nuestro vínculo acuarela post
fornicatoria. Al acusarme, sentados desnudos, a lo Rodin sutura, bajo Dánae en
trance cannabis sativa, toda ventanas de partículas solares, al osar acusarme
de no ambicioso y perdedor, respondí con dignidad de ascendentes pantalones,
único signo de lluviosa especie: Querida, no lograrás ponerme a producir para
ti como máquina ATM. Te has tirado el “polvo” con el hombre equivocado. Inundantes
periódicos llegan exudando tinta de calamares transexuales y exquisita fibra
óptica. Tabletas, Ipads, teléfonos inteligentes y brutísimos que la basta
gente, a falta de mejor ocupación, se mete por el culo con la pasión, un poco
de entusiasmo, por favor, dilectos señores, que una libertina barra de
chocolate obscuro es despojada de su prana en siniestro gogó junto al
hipódromo. No respetan la nobleza de algunos animales ni la reverencia que
merecen las putas auténticas. Nunca vi tanta flor exhibicionista entre la
mierda y su bagaje de pinacoteca multicolor; ni la Flor de Fango del
panfletario Vargas Vila se les acerca en histrionismo modernista. El jardín,
delicioso convite; caimanes, serpientes, pumas, cangrejos, mosquitos, confraternizan
esperando señal de ataque para quebrar tregua y es punto de convergencia
espacio-temporal el momento en que la presidenta del Club del Libro por la
Expresión de la Cultura, copada de corrugadas acólitas e impotentes “mignons”
extraen al unísono cuarenta volúmenes de Madame Bovary… Entonces, el infierno;
el día se convirtió en noche, la noche se tiñó de escarcha enrojecida; espadas
de fuego guiaron la furia de las bestias que cayeron sobre todo visible en el
jardín, por lo que cauteloso en anticipación a los horrores puse a excelente
recaudo a la pecosa señorita: de muy portentoso pedo la colgué en las aguadas
bombachas de la Osa Mayor. Sajados miembros y cuerpos devorados enteros se
esparcían y viendo que si no ejercía los recursos autorizados era el exterminio
cedí paso a un tsunami intestinal que arrasó con todo y más. Hubo, al fin, paz
en el jardín barroco adulterado.
El verbo lujurioso e iconoclasta de Callejas, se toma o se deja, pero
jamás se puede olvidar. Nunca seremos los mismos después de su lectura. ¿Qué
más se le puede pedir a la buena literatura?
Nota: el libro
completo se puede leer gratis entrando a: BookRix
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