El lenguaje
sensorial como criterio de valor literario
©José Díaz-Díaz. Director de la Fundación La Caverna.
Es mucha la confusión
que reina entre los lectores a la hora de saber con certeza si el libro que se
tiene entre manos posee calidad literaria o no. Tampoco es menos cierto que la
publicidad— ajena por principio a la valoración estética— orienta sus artimañas a conseguir su objetivo
que no es otro que vender sea como sea, imponiendo en el mercado obras de
exiguo valor literario.
En estas
circunstancias, es imperioso difundir todo punto de vista que oriente y ayude al lector a sopesar el valor estético de la obra en referencia.
Uno de los criterios consiste en medir los
logros de profundización que el autor alcance en su escrito basándose en la
relación inseparable entre la forma
y el contenido. El manejo del lenguaje
escrito, que hace parte de la forma en cuanto significante, debe ser oficioso,
detallado y cuidadoso para que comunique las inquietudes existenciales más
sentidas y sustanciales del ser humano. Exige ser sensorial, pulsional. Todo
entra primero por los sentidos decía el filósofo Aristóteles “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, y más cuando se trata del lenguaje
artístico, puesto que la pregunta ante un poema o una narración no es qué me
dice sino cómo me lo dice.
De modo
que la estructura, escenografía, descripciones espacio-temporales, diálogo
entre personajes; tipo de narrador, ritmo y tono, más todos los demás elementos
que conforman la totalidad de la composición se debe dar en colores o en
sabores; en sonido y música; en olores y sensaciones táctiles de tal modo que
seduzcan al lector a través de las sensaciones y pulsiones más elementales y
primitivas posibles pues estas son las ventanas que conducen directamente a su
conciencia profunda.
Por esto, el carácter metafórico de la
comunicación literaria propiamente dicha, es obligante. Y ese lenguaje metafórico
se elabora a partir del uso de las figuras
literarias, que en nuestra gramática superan en número de noventa. El
conocimiento y buen uso y apropiación de ellas, o al menos de unas cuantas,
constituyen el arsenal secreto con las cuales el buen escritor va a enfrentarse
a la hoja en blanco y sorprendernos y hasta deslumbrarnos con sus aciertos
creativos. A ese quehacer oficioso es lo que popularmente ha venido en llamarse
talento o inspiración, tras lograr con el nuevo texto creativo una fabulación sorprendente e impactante, una
ficción literaria que embriaga la emoción del lector de un inenarrable gozo
estético.
La Trama no solo debe ser una transmisión de
sorpresas, o una transmisión de información o de contar historias, sino que
debe ser una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos (de
desvelamientos repentinos), o de momentos
de comprensión.
El
contenido y significado de
un texto es la otra cara indisoluble de esa unidad, que como puntualizaba
Ferdinand de Saussure conforma y completa el mensaje. Lo que se dice debe
alcanzar una excelencia que nos lleve a sorprendernos. ¿Para qué repetir
afirmaciones que ya se conocen? ¿Para qué llover sobre mojado? Lo banal y
anodino es considerado basura literaria. Entonces al buen escritor no le queda
otro camino que descubrir y deslumbrar con un nuevo punto de vista sobre el
hecho narrado. Y obtener el privilegio de empatizar con el lector, de construir
ese mágico momento de rapport comunicacional
que lo lleva a seducirlo. El logro de conseguir un texto que contenga varios niveles de sentido, nos indica la presencia de una narrativa densa y rica en
mensajes y significados.
Otro ejercicio que ayuda a evaluar un texto es
la comparación del libro con alguna o algunas obras clásicas de la literatura universal que se
enfoquen en el mismo tema y similares personajes. Si aguanta la comparación es
un buen signo de que estamos en presencia de algo importante.
Se puede colegir que una obra tiene
deficiencias cuando al compararla con otras de su mismo estilo (temática, punto
de vista similar, etc.) saltan a la vista los logros de aquellas y la
mediocridad de esta.
Un texto que genera discusión, que invita a conversar sobre él, a polemizar sobre
algunos de los temas planteados, punto de vista o manejo de personajes; a ser
reseñado y a escribir artículos que espontáneamente lo analiza o lo compara con
otros; nos indica que el libro posee elementos de consistencia literaria.
Si la obra en cuestión invita a ser releída
en distintos lapsos de tiempo (las obras clásicas lo son porque nunca pasan de
moda), y en cada relectura se descubren elementos que antes no se habían tomado
en cuenta, indica que el material tiene consistencia y riqueza expresiva. Si el
texto no aguanta una segunda lectura
y da pereza volver a abrir el libro, este no
es un indicativo halagüeño.
Es muy importante captar las pretensiones de la novela o del poema y
los logros alcanzados. Hay algunas narraciones de largo aliento que pretenden
condensar toda una época o expresar una
cultura nacional determinada. Hay unas que desean expresar el concepto de
Tiempo en la mente humana o del espacio psicológico como única realidad. Hay
otras que quieren dibujar el sentir de una generación y sus conflictos. Otras
que solo pretenden contar vivencias regionales, locales, etc. Será necesario,
entonces, sopesar el manejo de los elementos y artificios con los cuales el
autor logra acercarse a su objetivo y contemplar el efecto total de su creación.
El
factor Tiempo
(añejamiento y madurez) es un rasero muy importante para medir la calidad. Si
el texto mantiene el vigor originario y toda la frescura del momento en que fue
escrita es porque el autor consiguió crear una materia viva sustentada en la autonomía de un lenguaje de un poder
irreemplazable.
Tanto la temática como la técnica narrativa
del texto en cuestión deben aportar algo a la corriente o movimiento literario
universal del momento en el cual se publica la obra. Debe mostrar alguna
novedad o postular algún cambio así sea a contracorriente del status literario del momento. El autor
debe convertirse en escritor señero.
Si no hay aporte y no agrega algo a lo ya conocido, la obra va al olvido en el
cajón de lo intrascendente.
Una buena obra literaria, tarde o temprano
llamará la atención de la Crítica Académica y será objeto de algunos ensayos,
de reseñas Literarias, de notas especializadas (ajenas al comercio del libro)
y a debates y tesis que exaltarán las
bondades del escrito en cuestión.
La nueva obra debe ir más allá de lo posible y
configurar un paradigma estético radical que sea capaz de conmocionar a
lectores y escritores.
Hay autores muy prolíficos (veinte títulos o
más), esto no es necesariamente garantía de calidad. La historia de la
literatura nos señala autores de un solo libro o dos, que han alcanzado el
nivel de clásicos. Basta con citar a Pedro
Páramo de Juan Rulfo.
No nos dejemos influenciar al analizar la
calidad de una obra por criterios de autoridad que el autor pueda mostrar,
ajenos a la disciplina literaria (celebridad, político, periodista consagrado,
presentador de televisión, etc.). Por el hecho de que el autor sea un
triunfador en otra profesión no se colige necesariamente que lo sea en el campo
de la literatura.
Los
reconocimientos y premios otorgados a un libro, por instituciones y concursos
no comerciales pueden constituirse en un indicio favorable a la positiva valoración de la obra.
Si el Escritor fuera un músico, no habría
ninguna dificultad para evaluar la calidad de su trabajo. O se es un buen
músico o no se es. O se domina el instrumento, o no. En el campo de la
literatura es más complejo el asunto de evaluación. Pero como en todo arte, el
decantamiento de la obra y su permanencia en la memoria colectiva en el
transcurso de los años, tienen la palabra final.
joserdiazdiaz@gmail.com