Ensayo de GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
García Márquez en su ensayo sobre 'la novela de la
violencia' en Colombia, realiza un concienzudo análisis literario que arroja
luz sobre los problemas de esta narrativa. El tema de LA VOLENCIA— tan universal
como el del amor o la muerte— no es nada fácil de asumir en la literatura y la
poesía, a menos que se tengan fuertes y profundas bases sólidas que permitan
transcribir en un lenguaje elaborado la esencia de esta compleja y deplorable
conducta.
Conozco a algunos escritores que están de acuerdo en principio
con ese punto de vista. Pero en la práctica —para utilizar los mismos términos
que suelen movilizarse en las tertulias sobre el tema— acaso no hayan podido
resolver su más aguda contradicción: la que existe entre sus experiencias
vitales y su formación teórica. Conozco escritores que envidian la facilidad
con que algunos amigos se empeñan en resolver literariamente sus preocupaciones
políticas, pero sé que no envidian los resultados. Acaso sea más valioso contar
honestamente lo que uno se cree capaz de contar por haberlo vivido, que contar
con la misma honestidad lo que nuestra posición política nos indica que debe
ser contado, aunque tengamos que inventarlo.
He oído decir a algunos escritores y es preciso
creerles a los escritores cuando revelan secretos de su profesión, que la
invención tiene que ver muy poco con las cosas que escriben. Consideran que
ninguna aventura de la imaginación tiene más valor literario que el más
insignificante episodio de la vida cotidiana. Y no lo creen por principio, sino
porque la práctica diaria, el esfuerzo de varios años, el haberse trasnochado
frente a la máquina de escribir y haber roto mucho y publicado poco, y el haber
tenido por eso mismo oportunidad de saber que escribir cuesta trabajo, los ha
arrastrado —digamos por la fuerza— a ese convencimiento.
El caso de las novelas equivocadas
Cuando se les exige que aprovechen la violencia con
todas sus posibilidades literarias, y también con todas sus implicaciones
políticas, los escritores que no vivieron la violencia tienen derecho a
preguntar por qué no se les hace la misma exigencia en su oficio a los
reporteros. Y los reporteros tienen derecho a defenderse con el contragolpe de
que no es honesto escribir reportajes inventados. Me atrevo a creer que un
escritor consciente tiene derecho a soltar el mismo contragolpe.
Quienes han leído todas las novelas de violencia que
se escribieron en Colombia, parecen de acuerdo en que todas son malas, y hay
que confiar en que estén secretamente de acuerdo con ellos algunos de sus propios
autores. No es asombroso que el material literario y político más desgarrador
del presente siglo en Colombia, no haya producido ni un escritor ni un
caudillo. Por lo menos en lo que corresponde a la literatura, la cosa parece
tener sus explicaciones. En primer término, ninguno de los señores que
escribieron novelas de violencia por haberla visto, tenía según parece
suficiente experiencia literaria para componer su testimonio con una cierta
validez, después de reponerse del atolondramiento que con razón le produjo el
impacto. Otros, al parecer, se sintieron más escritores de lo que eran, y sus
terribles experiencias sucumbieron en la retórica de la máquina de escribir.
Otros, también, al parecer, despilfarraron sus testimonios tratando de
acomodarlos a la fuerza dentro de sus fórmulas políticas. Otros, sencillamente,
leyeron la violencia en los periódicos, o la oyeron contar, o se la imaginaron
leyendo a Malaparte. Había que esperar que los mejores narradores de la
violencia fueran sus testigos. Pero el caso parece ser que estos no se dieron
cuenta de que estaban en presencia de una gran novela, y no tuvieron la
serenidad ni la paciencia, pero ni siquiera la astucia de tomarse el tiempo que
necesitaban para aprender a escribirla. No teniendo en Colombia una tradición
que continuar, tenían que empezar por el principio, y no se empieza una
tradición literaria en 24 horas. Desgraciadamente, hasta este momento, no
parece que algún escritor profesional, técnicamente equipado para la vida, haya
sido testigo de la violencia.
No todos los caminos conducen a la novela
Probablemente, el mayor desacierto que cometieron,
quienes trataron de contar la violencia, fue el de haber agarrado —por
inexperiencia o por voracidad— el rábano por las hojas. Apabullados por el material
de que disponía, se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin
permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más
importante, humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos. El
exhaustivo inventario de los decapitados, los castrados, las mujeres violadas,
los sexos esparcidos y las tripas sacadas, y la descripción minuciosa de la
crueldad con que se cometieron esos crímenes, no era probablemente el camino
que llevaba a la novela. El drama era el ambiente de terror que provocaron esos
crímenes. La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los
vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del
corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas. Así, quienes vieron la
violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de
que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban
dentro de ellos mismos. El resto —los pobrecitos muertos que ya no
servían sino para ser enterrados— no eran más que la justificación documental.
El arte de no poner los pelos de punta
Una novela sirve para ilustrar estas parrafadas: La peste, de Albert Camus. Quienes
hayan leído las crónicas de las pestes medievales, comprenderán el rigor que
debió imponerse Camus para no desbordarse en descripciones alucinantes. Basta
recordar los saturnales de los pestíferos en Génova, que cavaban sus propias
sepulturas y se entregaban al borde de ellas a toda clase de excesos, hasta
cuando sucumbían a la peste y otros pestíferos de última hora los empujaban con
un palo a las sepulturas. Hay que recordar las luchas encarnizadas en que los
agonizantes se disputaban un hueco en la tierra, para darse cuenta de que Camus
tenía suficiente documentación para ponernos los pelos de punta durante dos
noches. Pero acaso la misión del escritor en la tierra no sea ponerles los
pelos de punta a sus semejantes.
En cada página de La peste se descubre que Camus sabía todo lo que se puede
saber sobre las pestes medievales, y que se había informado a fondo de sus
características, de la forma y las costumbres de su microbio, y hasta de los
tratamientos empleados en todos los tiempos. Casi como al descuido, esos
conocimientos están aprovechados a todo lo largo del libro, inclusive con
estadísticas y fechas, pero estrictamente calibrados en su función de soporte
documental. Otro grande escritor de nuestro tiempo —Ernest Hemingway— explicó
su método a un periodista, tratando de contarle cómo escribió El viejo y el mar. Para llegar a ese
pescador temerario, el escritor había vivido media vida entre pescadores; para
lograr que pescara un pez titánico, había tenido él mismo que pescar muchos
peces, y había tenido que aprender mucho, durante muchos años, para escribir el
cuento más sencillo de su vida. “La obra literaria —decía Hemingway— es como el
‘iceberg’: la gigantesca mole de hielo que vemos flotar, logra ser invulnerable
porque debajo del agua la sostienen los siete octavos de su volumen.”
Algo semejante ocurre en La peste. Apenas estalla el
dramatismo cuando salen las ratas a morir en la calle, o en el vómito negro y
los ganglios supurados de un portero, mientras la invisible población de Orán
está siendo exterminada por la peste, Camus —al contrario de nuestros
novelistas de la violencia— no se equivocó de novela. Comprendió que el drama
no eran los viejos tranvías que pasaban abarrotados de cadáveres al anochecer,
sino los vivos que les lanzaban flores, desde las azoteas, sabiendo que ellos
mismos podían tener un puesto reservado en el tranvía de mañana. El drama no
eran los que escapaban por la puerta falsa del cementerio —y para quienes la
amenaza de la peste había por fin terminado— sino los vivos que sudaban hielo
en sus dormitorios sofocantes sin poder escapar de la ciudad sitiada. Sin duda,
Camus no vio la peste. Pero debió sudar hielo en las terribles noches de la
ocupación, escribiendo editoriales clandestinos en su escondite de París,
mientras sonaban en el horizonte los disparos de los nazis cazando resistentes.
La alternativa del escritor, en ese momento, era la
misma de los habitantes de Orán en las interminables noches de la peste, y era
la misma de los campesinos colombianos en la pesadilla de la violencia.
Hay otro drama detrás del fusil
Como modelo de la terrible novela que aún no se ha
escrito en Colombia, tal vez ninguno sea mejor que la apacible novela de Camus.
Un breve episodio del género humano en el cual ni siquiera los microbios de la
peste son definitivamente malos, ni sus víctimas necesariamente buenas. Quienes
vuelvan sobre el tema de la violencia en Colombia, tendrán que reconocer que el
drama de ese tiempo no era sólo el del perseguido, sino también el del
perseguidor. Que por lo menos una vez, frente al cadáver destrozado del pobre
campesino, debió coincidir el pobre policía de a ochenta pesos, sintiendo miedo
de matar, pero matando para evitar que lo mataran. Porque no hay drama humano
que pueda ser definitivamente unilateral.
Con todo, un valioso servicio nos han prestado los
testigos de la violencia, al imprimir sus testimonios en bruto. Hay que confiar
en que ellos prestarán buena ayuda a quienes sobrevivieron a la violencia y se
están tomando el tiempo para aprender a escribirla, y en todo caso a los
numerosos niños que la padecieron como una pesadilla de la infancia y ahora
están creciendo en silencio sin olvidarla. La aparición de esa gran novela es
inevitable en una segunda vuelta de ganadores. Aunque ciertos amigos
impacientes consideren que entonces será demasiado tarde para que sirva de algo
el contenido político que tendrá sin remedio, en cualquier tiempo.
Tomado
de: “De Europa y América” (1955–1960), Obra periodística 3, Barcelona:
Mondadori, 1992, pp 646–650.
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