ALEJANDRA PIZARNIK O LA POÉTICA DE LA CARENCIA.
© José Díaz- Díaz
Alejandra Pizarnik, de nacionalidad argentina,
murió en París, de una sobredosis
intencional de seconal. (1936-1972) Provenía de una familia de inmigrantes de
Europa oriental y estudió Filosofía y Letras en Buenos aires y Literatura francesa en París. Sus
principales trabajos están publicados en
los volúmenes: Los trabajos y las noches, Extracción
de la piedra de la locura y El infierno musical.
Su poesía nos abre el camino hacia una comprensión de la vida de manera total, plena, entera; quizás más auténtica, más desprendida. Desbordada
hasta la locura, embriagada del goce y el dolor de vivir hasta llegar a verter su existencia por su propia mano y voluntad en el sagrado misterio de la muerte.
Metáforas
extraordinarias, es lo de menos. Lo importante es cómo nos
golpea su entrega existencial abierta como una flor que se sabe sublime
y marchita en el mismo instante de su
mejor color, mujer que besa la vida con los labios alados de su soledad, mujer
que delira en la belleza insufrible de
la existencia en los límites del cuerpo y en las valvas sin horizonte
de un espíritu que se sabe inmortal y perfecto.
Y es que Alejandra Pizarnik, nos enseña con su
sacrificio, a vibrar en la vida con un
sentido de plenitud, que este momento histórico, pisotea, opaca y aliena. Ella
entró en el oficio de la Poesía con todo, pues la Poesía es la puerta por donde se reconcilia la existencia humana
con su plenitud: por la magia de la Poesía, los sentidos se convierten, entonces, en instrumentos para acceder al goce estético del color o de la música, de la plasticidad del
movimiento y de la forma, o en el uso de los sentimientos para acceder
a la bondad del corazón en la ternura indescifrable de una energía que se siente y se sabe
parcial en la totalidad y una con la
perfecta simetría del universo, una con el prójimo que sufre, una, con las
lágrimas que sellan una amistad de ojos que se miran más allá de sus cuerpos,
de unas manos que se fortalecen cuando se anudan en el silencio de dos sombras que se sustentan en el vacío
de la soledad.
Alejandra nos indica, definitivamente, cómo transitar
por la alucinante embriaguez del despojo de bienes materiales, a roer la belleza de la inmortalidad humana, con los
dientes en posición de batalla escondidos sutilmente detrás de una boca que bebe el dulce aliento de un universo que
siempre titila en la distancia. El cosmos, diría ella, es nuestra casa y
nuestro hogar. La conciencia, el cántaro y el géiser por donde afloran sensaciones extraordinarias
e innombrables.
Transcribo su poema La Jaula, donde se percibe el
sacrificio de su existencia.
Afuera hay sol./ No es más
que un sol/ pero los hombres lo miran/ y después cantan./ Yo no sé del sol./ Yo
sé la melodía del ángel/ y el sermón caliente/ del último viento./ Sé gritar
hasta el alba/ cuando la muerte se posa desnuda/ en mi sombra./ Yo lloro debajo
de mi nombre./ Yo agito pañuelos en la noche y barcos sedientos de realidad/
bailan conmigo./ Yo oculto clavos/ para escarnecer a mis sueños enfermos./
Afuera hay sol./ Yo me visto de cenizas.
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