Isabela
© José Díaz-Díaz
Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Era la voz dulce
y delgada de la secretaria del consultorio del psicólogo que me llamaba por
teléfono para recordarme que al día siguiente a las diez de la mañana debía
acudir a la cita concertada. Se refería a la cuarta sesión terapéutica de
hipnosis. «Hipnosis en tiempos de navidad», suspiré. Qué le vamos a hacer. En
qué rollos me meto yo.
Aún
encamado estiré el brazo izquierdo y alcancé el reloj que reposaba sobre la
mesita de noche, ensanché los ojos para sacarme el sueño de encima y me di
cuenta de que eran ya las ocho y treinta
minutos de la mañana. La voz de la secretaria me llega en este momento más
musical y melodiosa como si poseyera un registro de soprano coloratura que se
acoplara perfectamente con mi soledad esencial dándole un tono colorido y
feliz. También percibo su voz un poco aniñada, o mejor, ingenua y elemental, a
pesar de que yo le pongo por lo menos cuarenta años o eso me pareció en las
pocas veces que la he visto fungiendo de recepcionista en la oficina de la
psicóloga. Revivo en mi memoria sus ojillos oscuros, brillantes y pequeñitos
escondidos detrás de unos grandes anteojos. Ojos que no quieren mirar, o que
miran hacia adentro, ojos que huyen, me pareció. Un poco rara en verdad, más
tímida que yo, tal vez.
— ¿Me
está escuchando, señor Néstor Núñez?—. Preguntó ella sacándome de mi ensueño
evocativo.
— ¡Oh
sí! Por supuesto—repliqué.
—¿Cómo
se siente hoy? Entonces le veré mañana ¿no es cierto?—remató en tono
amigable— que pase un bonito día.
—Igual
para usted—. Respondí tratando de ponerle cierto calor al tono de mi voz para
corresponderle a su aparente simpatía que me parecía sentir a través de su
vocecita que me rasgaba mis oídos como los conciertos de flauta dulce de Mozart
que tanto me gustaba escuchar sobre todo cuando me enfrascaba en lecturas
románticas.
Por
instantes llegué a sentirla muy cercana—como si me rozara con su piel tersa— y
una ráfaga de calor se coló entre las cobijas estremeciéndome
involuntariamente. El hilo de su voz de timbre sensual y caluroso aguzó mi
soledad que justo por la época de navidad solía envolverme de manera repetida y
corrosiva.
Yo
vivía por ese entonces en la New York de los años setenta. Llevaba ya un lustro
de haber emigrado de Bogotá. Y aquel tiempo lo evocaba con desacostumbrada
lucidez pues era el quinto invierno que sufría en La Gran Manzana y a ese
friíto que cala los huesos hasta la
médula nunca me pude acostumbrar. De solo evocarlo me da temblequeo. Algunas
veces solía retarlo como cuando me iba al Central
Park a ver patinar en la pista de hielo, me sentaba en uno de los bancos de
hierro forjado y madera caoba que hay por allí y tiritaba a más no poder. Vivía
en Brooklyn, distrito de Bensonhurst en un apartamento tipo estudio donde me
sentía, en verdad, cómodo.
Eran
aproximadamente las once de mañana y guarnecido de pies a cabeza con ropa
gruesa, gorro, abrigo de paño, bufanda y guantes, estaba descendiendo al subterráneo de la estación M. del Metro que me conduciría
en una hora a Manhattan y me arrojaría a la superficie helada en la estación de
la calle 14. Muy cerca de allí, en el 221 West de la 14 St. se encontraba ubicada
la librería Macondo donde yo trabajaba desde su apertura dos años atrás y la
cual— ahora lo recuerdo con acritud— fue cerrada por orden de la Corte del
Décimo Distrito, treinta y cinco años más tarde en el 2007, ante la
imposibilidad de poder pagar la renta
debido a un bajón sostenido en la venta de los libros en español. ¡Qué pereza,
ya nadie lee y menos en español!
Los
peatones caminaban con paso rápido abrigados hasta las orejas y sin mirar para
ningún lado. Eran sombras que exhalaban en su respiración agitada vahos de humo
blancuzco como si se estuvieran quemando por dentro. Y en verdad que el frío
quema, lo confirmo ahora. Bueno, yo también caminaba reconcentrado en mis
pensamientos. Los dientes me rechinaban de manera instintiva, mientras me
invadían unos acordes lejanos de música de blues provenientes de alguna
taberna, los cuales me enternecían sin
causa aparente. Solo una cosa me inquietaba y era que la voz afrodisiaca de la
secretaria no se me salía del cuerpo. « ¿Me está escuchando, señor Néstor
Núñez? ¿Cómo se siente hoy?». Una sensación insólita y agradable me acompañaba
sin saber el porqué; era como si su hilo de voz en la exigua conversación que
sostuvimos me hubiera inyectado en las venas, en el cerebro, en la piel y sobre
todo en el área profunda de mis sentimientos un chorro de elixir extraño que me
producía un efecto sedante, envolvente, de constante expectación, de felicidad
como un disparo de endorfinas en la cresta de un ejercicio extremo. Vamos, el corazón se me agitaba del deseo de
querer estar cerca de ella o mejor, con ella.
Y
llegó el jueves. Fueron veinte minutos más del viaje acostumbrado en el Metro
sin necesidad de cambiar de ruta. La oficina estaba ubicada una cuadra al
oriente del Central Park, que lucía blanco como una sábana pues la noche
anterior había nevado mucho. Subí por la escalera al segundo piso, me sentí
tranquilo, eran justo las diez de la mañana.
La
secretaria me sonrió con una sonrisa íntima al verme (me pareció), yo también
hice lo propio. Me sonrió enigmáticamente, o así lo percibí, lo que me
desestabilizó de momento. La sala de espera estaba vacía. Me acerqué a su
escritorio y le dije: ¡Hola! Como si la viera por primera vez descubrí su cuerpo
esbelto, su rostro blanco, reluciente, de labios macizos y facciones finas
adornadas con un hermoso y bien cuidado cabello negro más bien corto que le
llegaba hasta los hombros peinado en forma de hongo. Ella me respondió: ¡Hola!
Sonriendo de nuevo, cerrando los ojos por un instante y agachando la cabeza lo
cual me sorprendió aún más. Esas cuatro letras «h-o-l-a » susurradas con ese
encanto irresistible me aflojaron las piernas. Al parecer yo estaba muy
sensible.
—Siéntate—me
dijo con amabilidad—. En un par de minutos te va a atender la terapeuta.
—Gracias—.
Atiné a responder—. Te ves muy linda hoy—le dije como cumplido y agregué—
perdón, ¿me recuerdas tu nombre?
—Isabela—
dijo—, puedes llamarme Bela.
—Así
lo haré, Be (l) la—. Respondí con mi rostro iluminado. B-e-l-l-a, repitió mi
voz interior con indescriptible complacencia.
Volvió
a sonreír y yo me froté las manos enfundadas en los bolsillos del abrigo contra
mis piernas desfallecientes. No había duda de que estaba flirteando conmigo. Tenía
la certeza de que un flechazo concertado nos estaba ligando. Un silencio se apoderó
del ambiente y en efecto en cosa de segundos apareció por la puerta del
consultorio la terapeuta vestida con una bata blanca indicándome de manera
afable que la siguiera. Así lo hice.
Era
la última sesión del tratamiento. Y a decir verdad, me sentía curado de esa
horrible sensación de pánico, de vértigo y de extrañamiento que me tenía
postrado y que me había obligado a pedir auxilio profesional. Ya era hora de
que me sintiera más maleable. La psicóloga logró con su técnica de hipnosis
restituir en mi inconsciente la imagen y la memoria de mi niñez perdida, con lo cual recuperé mi
capacidad para el asombro, para disfrutar el goce lúdico y redimirme a mí
mismo. Para sentirme centrado en una ciudad afamada por la dureza de sus
habitantes.
Cuando
abandoné el consultorio, la recepción estaba vacía.
Pasó
una semana, yo me sentía muy tranquilo, sin ayuda de tanto medicamento. A mis
años ya sabía que la juventud era un engaño, un espejismo, una ilusión tan
pasajera que la vida le jugaba a uno para hacerle creer que era fuerte por
siempre. Y esa fortaleza estaba desapareciendo a pasos agigantados. Me sentía
frágil e inseguro, la ciudad parecía que se me venía encima, la soledad me
doblegaba. Una vaciedad emocional me consumía. La incapacidad para mantener una
real comunicación y unas relaciones estables me aislaba de la gente. Sin
embargo, la terapia me puso otra vez como un toro y la oportunidad de entablar
un vínculo sentimental con «Bella» en este caso (vaya qué iluso y soñador), me
disparó al paraíso de mi niñez de donde nunca debí haber salido. ¡Cómo añoro el
confort de la placenta de mi madre! Por
todo eso me refugié en el mundo de los libros puesto que la realidad de la vida
exterior me era insoportable. Por todo eso la librería Macondo sustituía un
hogar real para convertirse en mi hogar de ficción. Por eso viví allí treinta y
tres años, hibernando como mamífero que baja su calor corporal al límite de la
hipotermia en espera de mejores tiempos. Encuadernado—perdónenme el símil un
poco traído de los cabellos— entre portadas y contraportadas, saltando de
solapa en solapa. Consintiendo un ostracismo desesperante. Espiando el mundo exterior
sin que me vieran, como un voyeur oculto, como una hoja de papel que se
resguarda entre las sombras y el calor de sus hermanas gemelas.
Por
eso, cuando me asaltó el presentimiento de compartir con Bella un retazo de mi
existencia el corazón me saltó de manera inusual y entonces fue cuando tomé la
decisión de llamarla y lo hice de inmediato. Fue cosa de abrirle mi corazón
(poco a poco) con la ilusa pretensión de que Bella hiciera lo mismo. Ella
siempre con su voz encantadora de flauta
dulce conversaba conmigo y su alegría me llegaba a través del teléfono inundando mi interior de una energía
como de color naranja y de mucha, pero mucha euforia. Las conversaciones más
entrañables las sosteníamos en las noches cuando ella se encontraba reposando
en su casita del barrio de Jackson Heights en Queens. Había nacido en San Juan
de Puerto rico y sus padres, que ya murieron, la trajeron a la edad de seis
años, junto con su único hermano, Alberto, quien ahora vive en San Antonio,
Texas. Después supe que Bella nunca se había casado. Un noviazgo traumático la
paralizó para siempre y no pudo emprender en adelante compromiso amoroso alguno.
Y las
cosas se dieron. Yo no sé si las energías del universo conspiraron a nuestro
favor o qué carajo pasó, pero lo cierto es que las cosas se dieron. ¡A nuestra
manera, pero se dieron! Nuestra especial relación ha durado por todo el resto
de nuestras vidas. Ahora ella tiene setenta y dos años y yo sesenta y ocho.
Somos viejos. No convivimos bajo el mismo techo pero nos vemos de vez en cuando
y la felicidad que nos embarga es plena. Desde entonces nunca hemos dejado de
vernos para navidad por un lapso ininterrumpido de treinta años. Ella continuó
trabajando por mucho tiempo hasta cuando cerraron el consultorio, siempre
acompañando a la psicóloga. También supe que asistía a una sesión mensual de
terapia de hipnosis porque padecía de similares trastornos a los míos en
especial de pánico y misantropía y era el recurso que la mantenía a flote para
poder soportar el absurdo de este mundo que nos ha tocado en suerte. Bella
siempre ha sido una criatura muy frágil igual que su candorosa voz de ángel que
desde entonces me sirve de bálsamo y compañía.
No
piensen que no pretendí romper con el rito y la ceremonia de las visitas
distantes para resguardarnos de una buena vez bajo el mismo techo. Lo intenté
de verdad, pero no pudo ser. Ella siempre me recordaba que no quería perder mi
amistad y que por lo tanto hasta cuando no se sintiera bien segura no iba a dar
un paso adelante. Y para mi desamparo total, nunca estuvo lo suficientemente
segura. La amistad pudo más que el amor.
Y quizás por eso ha durado tanto nuestra relación.
Ahora,
me estoy cobijando al máximo con ropa gruesa, con la bufanda y el abrigo, con
el gorro y los guantes porque me dispongo a tomar el Metro y a pasar la noche
de Navidad en casa del «amor de mi vida». Me arropo bien porque con la edad, el
ríspido frío y, sobre todo las ráfagas de viento helado se convierten en una
especie de hojillas metálicas que penetran la piel socavando la poca tibieza
que aún pervive. Ya tengo los labios cuarteados de tanta nevisca y el alma
arrugada de tanta desolación. Vale la
pena hacer el viaje. En mi memoria el tiempo no pasa y percibiré a Bella, — a
B-e-l-l-a—, en sus plenos cuarenta años, como aquella primera vez que la vi
mirándome tímidamente con sus ojillos risueños. Me abrirá la puerta de su casa
saludándome con ese ¡Hola!, sonriéndome, cerrando los ojos por un instante y bajando
la cabeza como adolescente azorada y perpleja.
Como
dos niños deslumbrados reviviendo su infancia dichosa, platicaremos hasta el
amanecer al calor de las llamas abrasantes de
la chimenea que se ceban con la madera rojiza y sibilante; y la dulzura
de sus palabras me engolosinará el espíritu hasta que el sueño nos doblegue.
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