La villa de
los deseos, una novela que de la ingenuidad trasciende al
erotismo profundo.
José Díaz- Díaz
La Villa de los deseos, novela póstuma del argentino José
Antonio Gioffré, cuyos manuscritos originales fueron conservados por su hijo
Horacio Gioffré, desde 1963, ha sido ahora,
editada y publicada por La Caverna, escuela de escritura creativa.
Su lectura nos
hace recuperar la emoción y el placer estético producido cuando nos sumergimos
en una historia bien contada. Las descripciones puntuales del alborozado
despertar sexual de su protagonista nos arroparán durante toda la aventura y
nos contagiarán de su deslumbramiento existencial.
En la contraportada se lee:
“Buenos Aires, 1963. Un joven de provincia llega a la
capital Argentina en busca de su destino. Deja un pueblo sumido en la miseria y
el atraso, llevando en su valija solamente sus sueños de una vida mejor y un
arsenal de ideas, producto de sus obsesivas lecturas, como único recurso
para conseguir su sobrevivencia.
Sus
sobresaltos y maromas que tendrá que hacer para evitar ahogarse en esa mole de
cemento lo llevarán a caer en los brazos de una hermosa, inteligente y joven
prostituta que habita con su pequeña
hijita, una casucha situada en una de las tan conocidas «Villas miseria»
de la ciudad.
La pasión
juvenil de un erotismo inusitado y desbordado llenarán las páginas de esta
historia, en donde, y por la magia del amor, la pareja se crece y rebasa el
muladar de escoria y ruindad de su entorno. Pero con la llegada de una hermana
de la protagonista, más hermosa que ésta y con el encanto de la ingenuidad y la doncellez manifiesta,
nuestro antihéroe cae a sus pies flechado de amor. Comienza entonces un juego
de pasión y celos, llevados a su máxima cota, gracias al poder descriptivo de
su autor.
José Antonio
Gioffré, con ésta su obra póstuma, nos deja un legado de compromiso en donde se
asume como hombre comprometido con su sociedad y su tiempo, a la vez que nos
sumerge en las delicias de las trampas del placer profundo, recuerdos que al
final de cuentas será lo único que quede como huellas indelebles en las fisuras
de nuestra memoria.
José Díaz
Díaz”.
A continuación les comparto un fragmento de capítulo 10.
Los ejemplares se pueden ordenar en Amazon, en papel o
archivo digital.
Fragmento del
capítulo 9
¿Para qué se esforzaba tanto Cristina en demostrarme que la vencedora
era ella? Se la daba por ganada si total ya de antemano sabía que yo iba a
resultar el perdedor. Su sexo era más fuerte que todos mis instintos y deseos,
y alrededor de eso giraba todo el mundo, descubierta o encubiertamente. Al
final venía a resultar algo así como el motor de la humanidad. Como quien no
quiere la cosa me levanté y atasque la puerta, ella me vio y bajó la vista como
una virgen pudorosa ¡Qué bien jugaba su papel…! Su experiencia sexual le daba
una clase especial para aparentar una ataraxia que no sentía. Sus ojos, que en
el momento de la inminente consumación adquirían un brillo especial y
anhelante, la delataban. Se había levantado para dejar la pava y el mate
sobre la mesa, yo me le acerqué por detrás y le besé el cuello cálido, terso y
moreno. Mis manos aprisionaron sus senos duros y erectos que ya palpitaban
obedeciendo a la excitación que ella misma había avivado. Resultaba ser víctima
de su propio ritual. Acomodó y plegó sus nalgas sobre mi cuerpo y con sus manos
apretó las mías sobre sus pechos enervados. Mis labios ardorosos depositaron
sobre su cuello un calor que la hacía vibrar y ese vaivén de sus caderas
conmocionaron a fondo mi ya imparable excitación. Dándose vuelta se aferró a mi
cuello desesperadamente, le ofrecí mis labios ávidos y sedientos que succionó y
mordió como diosa enloquecida de pasión. La respiración se hizo jadeante y un
furor que nos llevaba a devorarnos se apoderó de nosotros. Caímos al lecho
desvistiéndonos a cuatro manos y las ropas volaban por los aires como bailando
e integrándose a la celebración del ritual que apenas comenzaba. Me incrusté
con un suspiro de gozo inenarrable haciéndola temblar de placer, sus ojos
cerrados y su ceño apretado marcaban la pauta de su voluptuosidad interior que
transfiguraba su rostro expresando ahora el inenarrable y vertical gozo que la
consumía. En medio de ese ritmo alucinante su boca mordió mi grito de placer
antes de que naciera y sus quejidos pletóricos de pasión matizaban la cópula
que agonizaba en su final maravilloso. Sus caderas lujuriosas se fueron
aquietando satisfechas, la comba de su vientre agitado por las ardientes
oleadas, parecía un pequeño mar embravecido que todo lo envolvía. Luego vino la
calma. Paulatinamente Cristina retomaba el timón de su conciencia desbocada, y
volvía sus ojos lánguidos hacia mí. Este era el primer canto al amor y en
verdad había sido un verdadero poema. Sin dudas cada día se aprendía algo
nuevo, y en este terreno no iba a resultar una excepción. Cristina me lo había
demostrado una vez más. El descanso no duro mucho tiempo, casi ni nos dimos
cuenta, porque ya estábamos entreverados de nuevo en un escarceo amoroso en el
cual aguzábamos todo nuestro ingenio para que el impacto de las innovaciones
causaran mayor placer a nuestros excitados sentidos. Nuestro apetito libidinoso
iba in crescendo buscando con ansias incontenidas nuevas forma de goce y
Cristina volvió a ser Afrodita en su nueva canción de amor, tan renovada como
si fuera el primer pecado que hubiéramos cometido. Su cuerpo sabio y
maravilloso era el sumun del placer que transportaba con celeridad al pináculo
de la voluptuosidad mis deseos amorosos, cobijándolos bajo el manto sublime del
orgasmo, sus besos preludiaban cada quejido emitido en el seno de sus entrañas
agitadas que se dilataban para recibirme. Sus uñas en el ardor del combate
se clavaban sobre mi espalda tensa y sudorosa como si quisieran rasgarme mi
alma mientras sollozaba inflamada de pasión. Luego de la faena amorosa nuestra
respiración se fue apaciguando y tirados en la cama, juntos los cuerpos
fumábamos los dos del mismo cigarrillo, los ojos en blanco y la mente en reposo
absoluto.
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